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Había una vez un príncipe
que tenía tantos libros como nadie ha tenido nunca, y que por su lectura
podía enterarse de todo cuanto ocurrió jamás en el mundo, y
verlo también representado en las más hermosas de las
láminas. Estaba a su alcance toda la información que deseara
acerca de cualesquiera naciones y comarcas; una sola cosa no había
logrado encontrar nunca en sus libros: una palabra acerca de dónde
podía hallarse el jardín del Edén, y era éste
precisamente el dato que a él más le atraía. Cuando era muy
niño, en edad de comenzar a ir a la escuela, su abuela le había
dicho que cada una de las flores que crecían en aquel jardín era
un delicioso pastel, y que los pistilos de esas flores contenían vino en
su interior. Sobre los pétalos de una de ellas estaba escrita una
página de Historia; sobre los de otra, textos de Geografía o
Matemáticas, y al comerlas se aprendía instantáneamente la
lección. Todo eso creía él en su infancia; pero al ir
acrecentando su edad y sus conocimientos, y a medida que progresaba en sus
estudios, el joven príncipe fue comprendiendo que las delicias de aquel
jardín tenían que sobrepasar en mucho tales dones. "¿Por qué se
habrá acercado Eva al árbol de la Ciencia? -preguntaba-. ¿Por qué tuvo Adán que probar el fruto prohibido? Si yo hubiera estado en lugar de ellos, semejante cosa no habría ocurrido nunca; el pecado no hubiera entrado jamás en el mundo". |
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