-Cuidado -dijo d'Avrigny-, quizá sería lenta esa muerte..., la
veríais acercarse poco a poco, después de haberse llevado a vuestro padre, a
vuestra mujer, a vuestro hijo.
Villefort, casi sin conocimiento, apretó el brazo del
doctor.
-Escuchadme -le dijo-, compadecedme y socorredme... Presentaos
ante un tribunal... No, mi bija no es culpable, os diría siempre... No es
culpable, no hay crimen en mi familia... No quiero..., ¿lo oís...?, no quiero
que haya un crimen en ella, porque el crimen es como la muerte, jamás viene
solo. ¿Qué os importa que muera asesinado? ¿Sois mi amigo? ¿Sois hombre? ¿Tenéis
valor...? ¡No; vos sois médico... ! Pues bien, os aseguro que no seré yo el que
entregue a mi hija a manos del verdugo. ¡Ah!, ¡ved una idea que me devora, que
cual un insensato me impele a desgarrar con mis uñas mi pecho...! ¡Y si os
engañaseis, doctor, si otro que mi hija...! Si un día me presentase pálido como
un espectro a deciros... ¡Asesino! ¡Tú has muerto a mi hija...! Si esto
sucediese, soy cristiano, señor d'Avrigny, y sin embargo, os mataría.