-Doctor, no os resisto más; no me defiendo, pero por piedad,
compadeceos de mi vida, de mi honor.
-Hay circunstancias, señor de Villefort -respondió el médico-,
en que yo traspaso los límites de la imbécil circunspección humana. Si vuestra
hija hubiese cometido el primer crimen, y la viese prepararse para cometer el
segundo, os diría: advertidla, castigadla y que pase el resto de sus días en un
convento, entre la oración y las lágrimas. Si fuera su segundo crimen, os diría:
señor de Villefort, he aquí un veneno que no conoce la envenenadora. Un veneno
para el que no hay antídoto, pronto como el pensamiento, rápido como el
relámpago, mortal como el rayo. Dádselo, encomendad su alma a Dios. Salvad de
este modo vuestro honor y vuestra vida, porque se atenta contra ella y me parece
verla ya acercarse a vuestra cabecera con su hipócrita sonrisa y dulces
exhortaciones. ¡Desgraciado si no herís el primero! He aquí lo que os diría, si
solamente hubiese asesinado a dos personas.