Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Benimaclet funciones de sacristán, y llegó a ser hombre sin sentir apenas el despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.
Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias de su sexo, que le causaban horror, teniéndole como tentaciones del Malo. La mujer era para él un mal, necesario e imprescindible para el sostenimiento del mundo: «la bestia impúdica» de que hablaban los santos padres.
La belleza era amenazante monstruosidad;
temblaba ante ella poseído de repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentía tranquilo y confiado en presencia de aquella beldad que, pisando la luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y grosera a la que él consideraba como hermana.
No era sacrilegio ni mundana pasión,
Toneta resultaba para él una hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su infancia; todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecía que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada y su pañuelo de pájaros y flores, convertíase en cerúleo manto, lo mismo que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que ha producido idioma alguno...
Pero sintió a sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce somnolencia.
Era la siñá Tona, la madre de la florista, que, abandonando su asiento, venía a hablar con el cura.