El nuevo cura, a pesar de su estado, no pudo reprimir un sentimiento de orgullo y cerró los ojos, como si le desvaneciera el primer homenaje.
Algo áspero y burdo oprimió
sus manos. Eran las pobres zarpas del tío Bollo, cubiertas de escamas por el trabajo y la vejez. El cura vió inundadas en lágrimas, contraídas por conmovedoras muecas, las cabezas arrugadas y cocidas al sol de sus pobres padres, que le contemplaban con la expresión del escultor devoto que, terminada la obra se prosterna ante ella creyéndola de origen superior.
Lloraba la gente contemplando el apretado grupo en que se confundían la dorada casulla con las negras ropas de los viejos, y las tres cabezas unidas agitábanse con rumor de besos y estertor de gemidos.
El impulso de la curiosa muchedumbre rompió el grupo conmovedor, y el cura quedó separado de los suyos, entregado por completo al público que se empujaba por alcanzar las sagradas manos.
Aquello resultaba interminable. Benimaclet entero rozaba con besos sonoros como latigazos aquellas manos velludas, llevándose en los labios agrietados por el sol y el aire una parte de los perfumes.
Ahora sí que, agobiado por la presión de aquella multitud que se apretaba contra la poltrona, falto de ambiente y de reposo, iba a desmayarse de veras el nuevo cura.
Y en la asfixiante batahola, cuando ya se nublaba su vista y echaba atrás la cabeza, recibió en su diestra una sensación de frescura, difundiéndose por el torrente de su sangre.
Eran los rojos labios de la buena hermana, de Toneta, que rozaban su epidermis, mientras que sus negros ojos se clavaban en él con forzada gravedad, como si tras ellos culebrease la carcajada inocente de la compañera de juegos protestando contra tanta ceremonia.
Junto a ella, arrogante y bien plantado
como un Alcides, con la manta terciada y la rápida testa erguida con fiereza, estaba otro compañero de la niñez, Chimo el Moreno, el gañán más bueno y más bruto de todo Benimaclet, protegiendo a la arrodillada muchacha con la gallardía celosa de un sultán y mirando en torno con sus ojillos marroquíes que parecían decir: «¡A ver quién es el guapo que se atreve a empujarla!»