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Sintió en su imaginación que se desgarraba denso velo, como si aún estuviera en la tarde anterior, de aquellos brazos morenos de sedoso y ardiente contacto, al par que recibía la fragancia de la carne, cuyo misterio acababa de revelársele.

Y en aquel momento, ¡oh Malo tentador!, el infeliz, mirando la oscura vega, veía, no la blanca e indecisa alquería, sino el estudi envuelto en voluptuosa sombra, aquella cama, cuya blancura tanto había ensalzado la siñá Tona, y sobre el mullido trono, lo que para otros era felicidad y para él horrendo pecado, lo que jamás había de conocer y le atraía con la irresistible fuerza de lo prohibido.

La maldita imaginación ponía junto a sus ojos las tibias suavidades, los dulces contornos, los finos colores de aquella carne desconocida; y la agitación del infeliz iba en aumento, sentía crecer dentro de sí algo animado por el espíritu de rebelión, la virilidad que se vengaba de tantos años de olvido, inflamando su organismo, haciendo que zumbasen sus oídos, enturbiando su vista y dilatando todo su ser, como si fuese a estallar a impulsos del deseo contenido y falto de escape.

Aquello era la tentación en toda regla. Pensó en los santos eremitas, en San Antonio, tal como lo había visto en los cuadros, cubriéndose los ojos ante impúdicas beldades, tras cuyas seducciones se ocultaban los diablos repugnantes; pero allí no había espíritus malignos por parte alguna: lo único real que acompañaba a las evocaciones de su imaginación era la cálida noche con aquel suave ambiente de alcoba cerrada, y los ruidos misteriosos del campo, que sonaban como besos.

Ellos, allá, en el tibio lecho, rodeados de la discreta oscuridad, que había de guardar en profundo secreto los delirios de la más grata de las iniciaciones; él, solo, inaccesible a toda efusión, planta parásita en un mundo que vive por el amor, sintiendo penetrar hasta su tuétano el eterno frío de aquella cama de célibe.

 
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de Vicente Blasco Ibáñez

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