IV
Poblóse la negra inmensidad de
puntos rojos, de infinitas y movibles chispas, como si aventasen gigantesca hoguera; sintió que caía y caía, como si aquel desplome durase años y fuese en una sima sin fondo, hasta que, por fin, experimentó en todo su ser un rudo choque, conmoviéndose de pies a cabeza, y... despertó en su cama, tendido sobre el vientre, tal como se había arrojado en ella.
Lo primero que el cura pensó fué que había pasado mucho tiempo.
Era de noche, Por la abierta ventana veíase el cielo azul y diáfano, moteado por la inquieta luz de las estrellas.
Don Vicente experimentó la misma
impresión de las damas de comedia que al volver en sí lanzaban la sacramental pregunta: «¿En dónde estoy»
Su cerebro sentíase abrumado por la
pesadez del sueño, discurría con dificultad y tardó en reconocer su cuarto y en recordar cómo había llegado hasta allí.
En pie en la ventana, vagando su turbia mirada por la oscura vega, fué recobrando su memoria, agrupando los recuerdos, que llegaban separados y con paso tardo, hasta que tuvo conciencia de todos sus actos antes que le rindiera el sueño.
¡Bien, don Vicente!
¡Magnífica conducta para un sacerdote joven, que debía ser ejemplo de templanza! Se había emborrachado: sí, ésta era la palabra, y había sido en presencia de los que casi eran sus feligreses. Lo que más le molestaba era el recuerdo de los motivos que le impulsaron a tal abuso.