Pendiente de su diestra, en grasiento
saquillo, lo que entre clase y clase había de devorar en las alamedas de Serranos; medio pan moreno con algo más que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el pecho, a guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los textos latinos y teológicos que bailoteaban a su espalda como movible joroba. Así equipado pasaba por frente al huerto de la siñá Tona, aquella pequeña alquería blanca con las ventanas azules, siempre en el mismo momento que se abría su puerta para dar paso a Toneta, fresca, recién levantada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos enormes cestas en que yacían revueltas las flores mezclando la humedad de sus pétalos.
Y juntos los dos, por atajos que ellos conocían, marchaban hacia Valencia, que, por encima del follaje de la alameda, marcaba en las brumas del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecía encenderse antes que llegasen a la tierra los primeros rayos del sol.
¡Qué hermosas mañanas!
El cura, cerrando los ojos, veía las oscuras acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas que parecían sudar cubiertas de titilante rocío; las sendas orladas de brozas con sus tímidas ranas, que, al ruido de pasos, arrojábanse con nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la parte de mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los caminos desde los cuales se esparcía por toda la huerta chirrido de ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres agachados, que a cada movimiento hacían brillar en el espacio el culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con cestas a la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente y maternal ¡bon día! a la linda pareja que formaban la florista garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento parecía escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto que iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.