El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre seminarista que, oyendo los buenos consejos de Toneta, tenía ánimos para sufrir las largas clases; aquella inercia contra la que se rebelaba su robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas explicaciones, en cuyo laberinto penetraba a cabezadas.
Separábanse en el puente del Real:
ella, hacia el mercado en busca de su madre; él, a conquistar poco a poco el dominio de las ciencias eclesiásticas, en las cuales tenía la certeza de que jamás llegaría a ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las alamedas de Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los albañiles, que hundían sus cucharas en la humeante cazuela de mediodía, Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el mercadillo de las flores, donde encontraba a Toneta atando los últimos ramos y a su madre ocupada en recontar la calderilla del día.
Tras estos agradables recuerdos, que
constituían toda su juventud, venía la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habían efectuado entre los dos. No en balde crecían en años y no impunemente sometía él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.
En la última parte de su carrera
comenzó a sentir con vehemencia el fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba a formar parte de una institución extendida por toda la Tierra, que tiene en su poder las llaves del cielo y de las conciencias; le enardecían las glorias de la Iglesia, las luchas de los Papas con los reyes en el pasado y la influencia del sacerdote sobre el magnate en el presente. No era ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla; pero le satisfacía que el hijo de unos miserables perteneciese con el tiempo a una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones, se entregó de lleno a la vocación que iba a sacarle del subsuelo social.