Una vez en el huerto, ¡qué de
tormentos!, ¡qué cariñosas solicitudes, que le parecían crueles burlas! La siñá Tona, en su alegría de madre, enseñábale todas las reformas hechas en la alquería con motivo del matrimonio. ¿Se enteraba Visantet? Aquel estudi era el dormitorio de los novios y aquella cama sería la del matrimonio, con su colcha de azulada blancura y complicados arabescos, que a Toneta le habían costado todo un invierno de trabajo.
Bien estarían allí los
novios. ¡Qué blancura!, ¿eh? Y la inocente vieja creía hacer una gracia obligando al cura a que tocase los mullidos colchones y apreciase en todos sus detalles la rústica comodidad de aquella habitación que a la noche había de convertirse en caliente nido.
Y después, seguían los
tormentos, las intimidades fraternales, que resultaban para él terribles latigazos; aquel bruto de Moreno que no se recataba de hablar en su presencia; bromeando con sus amigotes sobre lo que ocurriría por la noche, con comentarios tales, que las mujeres chillaban como ratas, y sofocadas de risa le llamaban ¡porc! Y ¡animal!; y Toneta, que en traje de casa, al aire sus morenos y redondos brazos, se aproximaba a él rozando su sotana con la epidermis fina y caliente, preguntándole qué pensaba de su casamiento y acompañando sus palabras con fijas miradas de aquellos ojos que parecían registrarle hasta las entrañas.
¡Ira de Dios! La gente le
hacía tanto caso como si fuese un muerto que hablara; aquella mujer se atrevía a tratarle con un descuido que no osaría con el gañán más bestia de los que allí estaban; no era un hombre: era un cura, creía que todos le miraban con respetuosa compasión, y una llamarada de rabia enturbiaba su vista.
Bien pagaba los honores de su clase, la elevación sobre la miseria en que nació. El, el más respetado de la reunión, don Vicente, el gran sacerdote, miraba con envidia a aquellos muchachotes cerriles con alpargatas y en mangas de camisa.