Estaba perdido. Ahora que se aclaraba su
inteligencia, aunque sus sentidos parecían embotados,
horrorizábase ante el peligro y protestaba contra la pasión que pretendía hacer presa en su carne virgen. ¡Qué vergüenza! Salido apenas del Seminario, sin contacto alguno con esa atmósfera corruptora de las grandes ciudades, viviendo en el ambiente tranquilo y virtuoso de los campos, y próximo, sin embargo, a caer en los más repugnantes pecados. No: él resistiría a las seducciones del Malo, acallaría el espíritu tentador que para mortificante prueba se había rebelado dentro de él: afortunadamente, la torpe embriaguez, con su sueño, le había devuelto la calma.
Oyéronse a lo lejos campanas que daban horas. Eran las tres... ¡Cuánto había dormido! Por eso se sentía ya sin sueño, dispuesto a emprender la tarea diaria.
Desde aquella ventana, abierta en las espaldas de la modesta casita, veíase la inmensa vega, que, a la difusa luz de las estrellas, marcaba sus masas de verdura y las moles de sus innumerables viviendas. La calma era absoluta. No soplaba ya el poniente, pero la atmósfera estaba caldeada y los ruidos de la noche parecían la jadeante respiración de los tostados campos.
Perfumes indefinibles había en aquel ambiente que aspiraba con delicia el joven cura, como si quisiera saturar el interior de su organismo del aire puro de los campos.
Su vista vagaba en aquella penumbra,
intentando adivinar los objetos que tantas veces había visto a la luz del sol. Esta distracción infantil parecía volverle a los tranquilos goces de la niñez; pero sus ojos tropezaron con una débil mancha blanca, en la que creía adivinar la alquería de la siñá Tona, y... ¡adiós tranquilidad, propósitos de fortaleza y de lucha!
Fué un rudo choque, una
conmoción rápida; huyeron, arrolladas, la calma y la placidez; desapareció el dulce embotamiento, despertó la carne, sacudiendo la torpeza de los sentidos, y otra vez subió hasta sus mejillas aquella llamarada que le hacía pensar en el fuego del infierno.