La buena mujer no podía conformarse
con el nuevo estado del hijo de su amiga. Como buena cristiana, sabía el
respeto que se debe a un representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet siempre sería Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no podría menos que hablarle de tú. Él no se ofendería por eso, ¿verdad? Pues si lo había conocido tan pequeño..., si era ella quien lo había llevado de pañales a la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba a hacerle tales pamplinas a un chico que consideraba como hijo? Aparte de esta falta de respeto, ya sabía que en casa se le quería de veras. Si no vivieran el tío Bollo y la siñá Tomasa, Toneta y ella eran capaces de irse con él como amas de llaves; pero, ¡ay hijo mío!, no iba el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por Chimo el Moreno, un pedazo de bruto de quien nadie tenía nada que decir, mejorando lo presente; se querían casar en seguida, antes de San Juan, si era posible, y ella, ¿qué había de hacer?... En casa faltaba un hombre, el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de unos pantalones, y como el Moreno servía para el caso (siempre mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se casara.
Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura como esperando su aprobación...
Bueno; pues a «eso» se
había acercado ella... ¿A qué? A decirle que Toneta quería que fuese él quien la casase. ¿Teniendo un capellán casi en la familia para qué ir a buscarlo fuera de casa?
El cura no dudó; le parecía muy natural la pretensión. Estaba bien: los casaría.