Él, que jamás había
descendido con su vista más allá de la fresca boca siempre sonriente, y que miraba a Toneta como a esas imágenes de lindo rostro que bajo las vestiduras de oro sólo guardan los tres puntales que sostienen el busto, pensaba ahora, con misteriosos estremecimientos, que había algo más, y veía con los ojos de la imaginación el terrible enemigo en todas sus redondeces rosadas y sus graciosos hoyuelos: la carne, arma poderosa del Malo con que bate las más fuetes virtudes.
Odiaba al Moreno, su compañero de la niñez. Era un buen muchacho, pero no podía tolerarse que su rudeza brutal hubiera de ser la eterna compañera de la florista. No debía consentirse, lo afirmaba él, que estaba arrepentido de haber realizado la boda.
Pero inmediatamente sentíase avergonzado por tales pensamientos; se ruborizaba al considerar que aquella protesta era envidia, impotencia que se revolvía en forma de murmuración.
Hacíale daño el contemplar la felicidad ajena, aquella explosión de amor que venía preparándose, amor legítimo, pero que no por esto molestaba menos al cura.
Se iría a casa. No quería
presenciar por más tiempo la alegría de la boda; pero cuando salió de la sacristía se encontró con la comitiva nupcial, que estaba esperándole, pues la siñá Tona se oponía a que se hiciera nada sin la presencia de su Visantet.
Y por más que se resistió, tuvo que seguir el camino de aquel huerto del que tantos recuerdos guardaba; y entre las faldas rameadas y coloridas como la primavera, los pañuelos de seda brillantes y los reflejos tornasolados de la pana y el terciopelo, causaba un efecto luminoso el suelto manteo y aquel desmayado sombrero de teja que avanzaba con lentitud, como si en vez de cubrir un cuerpo vigoroso y exuberante de vida fuesen los de un viejo achacoso.