Aquella muchedumbre, que, estrujándose, olía a lana burda y sudor de salud, sentíase en la iglesia mejor que otras veces, y encontraba cortas las dos horas de ceremonia.
Acostumbrados los más de ellos a recoger como oro los nauseabundos residuos de la ciudad, a revolver a cada instante en sus campos los estercoleros, en los cuales estaba la cosecha futura, su olfato estremecíase con intensa voluptuosidad, halagado por las frescas emanaciones de las rosas y los claveles, los nardos y las azucenas, a las que se unía el oriental perfume del incienso. Sus ojos turbábanse con el incesante centelleo de aquel millar de estrellas rojas, y les causaba extraña embriaguez el dulce lamento de los violines, la grave melopea de los contrabajos, y aquellas voces que desde el coro, con acento teatral, cantaban en un idioma desconocido, todo para mayor gloria del Bollo.
La muchedumbre estaba satisfecha. Miraba la deslumbrante iglesia como un palacio encantado que fuese suyo. Así, entre músicas, flores e incienso, debía estarse en el cielo, aunque un poco más anchos y sudando menos.
Todos se hallaban en la casa de Dios por derecho propio. Aquel que estaba allí arriba, sobre las gradas del altar, cubierto de doradas vestiduras, moviéndose con solemnidad entre azuladas nubecillas, y a quien el predicador dedicaba sus más tonantes períodos, era uno de los suyos, uno más que se libraba del rudo combate con la tierra para hacer concebir incesantemente a sus cansadas entrañas.
Los más le habían tirado de
la oreja, por ser mayores; otros habían jugado con él a las chapas, y todos le habían visto ir a Valencia a recoger estiércol con el capazo a la espalda, o arañar con la azada esos pequeños campos de nuestra vega que dan el sustento a toda una familia.
Por esto su gloria era la de todos; no había quien no creyese tener su parte en aquel encumbramiento, y las miradas estaban fijas en el altar, en aquel mocetón fornido, moreno, lustroso, resto viviente de la invasión sarracena, que asomaba por entre níveos encajes sus manazas nervudas y vellosas, más acostumbradas a manejar la azada que a tocar con delicadeza los servicios del altar.
También él, en ciertos
momentos, paseaba su mirada, con expresión de ternura, por aquel apiñado concurso. Sentado en sillón de terciopelo, entre sus dos diáconos, viejos sacerdotes que le habían visto nacer, oía conmovido la voz atronadora del predicador ensalzando la importancia del sacerdote cristiano y elogiando el nuevo combatiente de la fe, que con aquel acto entraba a formar parte de la milicia de la Iglesia.