La ambición, el deseo de emanciparse de la miseria, le habían enterrado. Cuando creía subir a envidiadas alturas, veíase cayendo en lobregueces de fondo desconocido.
Sus compañeros de pobreza, los que sufrían hambre y doblaban la espalda sobre el surco, eran más felices que él, conocían aquel atractivo misterio que acababa de revelársele y que el deber le obligaba a ignorar eternamente.
Bien pagaba su encumbramiento. Maldita idea la de aquella buena señora que quiso hacer un sacerdote del mocetón fornido que antes que continencias necesitaba esparcimientos y escapes para su plétora de vida.
Subía, sí, pero encadenado
para siempre; se hallaba por encima de las gentes entre las cuales nació, pero recordaba sus estudios clásicos, la fábula del audaz Prometeo, y se veía amarrado para siempre a la roca inconmovible de la fe jurada, indefenso y a merced de la pasión carnal que le devoraba las entrañas.
Su firme devoción de campesino
aterrábase ante la idea de ser un mal sacerdote; el sexo, que había despertado en él para siempre como inacabable tormento, desvanecía toda esperanza de tranquilidad, y, en este conflicto, el cura, asustado ante lo por venir, se entregó al desaliento, e inclinando su cabeza sobre el alféizar, cubriéndose los ojos con las manos, lloró por los pecados que no había cometido y por aquel error que había de acompañarle hasta la tumba.
Una húmeda sensación de frescura le hizo volver en sí.