De allá lejos, de la blanca casita,
parecía salir un soplo de fuego que le envolvía, calcinando su carne hasta convertirla en cenizas. Creyó que la vista de aquel nido de amores y la voluptuosa noche eran lo que le excitaba, y huyó de la ventana, moviéndose a ciegas en su lóbrega habitación.
No había calma para él.
También en aquella lobreguez la veía, creyendo sentir en su cuello el roce de los turgentes brazos y en sus labios ardorosos aquel fresco beso que le había despertado de su desvanecimiento el día de la primera misa. La combustión interna seguía, y el sufrimiento ya no era moral, pues la tensión de todo se ser producíale agudos dolores.
¡Aire, frescura! Y en el silencio de la lóbrega habitación sonó un chapoteo de agua removida, los suspiros de desahogo del pobre cura al sentir la glacial caricia en su abrasada piel.
Lentamente volvió a la ventana,
calmado por la fría inmersión. Un sentimiento de profunda tristeza le dominaba. Se había salvado, pero era momentáneamente; dentro de él llevaba el enemigo, el pecado, que acechaba, pronto a dominarle y vencerle, y aquella tremenda lucha reaparecía al día siguiente, al otro y al otro, amargando su existencia mientras el ardor de una robusta juventud animase su cuerpo. ¡Cuán sombrío veía el futuro! Luchar contra la Naturaleza, sentir en su cuerpo una glándula que trabajaba incesantemente y que con sólo la voluntad debía anular, vivir como un cadáver en un mundo que desde el insecto al hombre rige todos sus actos por el amor, parecíale el mayor de los sacrificios.