La vista de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar, donde había sufrido hambre; aquel aparatoso banquete, le hacían recordar la época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba a recorrer los caminos, capazo a la espalda, siguiendo a los carros para arrojarse ávidamente como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las bestias.
Aquella había sido su peor
época, cuando tenía que gemir y alborotar horas enteras para que la pobre madre se decidiera a engañarle el hambre, nunca satisfecha, con un pedazo de pan guardado con mísera previsión.
La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.
Veíase pequeño y haraposo en
el huerto de la siñá Tona, aquel hermoso campo cercado de encañizadas, en el que se cultivaban las flores como si fuesen legumbres. Recordaba a Toneta, greñuda, tostada, traviesa como un chico, haciéndola sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras, y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte; ella a Valencia todos los días, con sus cestos de flores; y él al Seminario, protegido por doña Ramona, que en vista de su afición a la lectura y de cierta viveza de ingenio, quería hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria rural.
Luego venían los días mejores, cuyo recuerdo parecía perfumar dulcemente todo su pasado.
¡Cómo amaba él a aquella buena hermana que tantas veces le había fortalecido en los momentos de desaliento!
En pleno invierno salía de su barraca casi al amanecer camino del Seminario.