Sí; era él: aquel día
se emancipaba de la esclavitud del terruño, entraba en este mundo poderoso que no repara en orígenes; escala accesible a todos, que se remonta desde el mísero cura, hijo de mendigos, al vicario de Dios; tenía ante su vista un porvenir inmenso, y todo lo debía a sus protectores, a aquella buena señora, obesa y sudorosa, bajo la mantilla de blonda y el negro traje de terciopelo, y a su hijo, al que el celebrante, por la costumbre de humilde arrendatario, había de llamar siempre el señorito.
Los peldaños del altar mayor, que lo
elevaban algunos palmos sobre la muchedumbre, percibíalos él en su futura vida, como privilegio moral que había de realzarle sobre todos cuantos le conocieron en su humilde origen. Los más generosos sentimientos le dominaban. Sería humilde, aprovecharía su elevación para el bien, y envolvía en una mirada de inmenso cariño a todas las caras conocidas que estaban abajo, veladas por el intenso vaho de la fiesta; su madrina, el tío Bollo y la siñá Pascuala, que gimoteaban como unos niños con la nariz entre las manos, y aquella Toneta, la florista, su compañera de infancia, excelente muchacha que erguía con asombro la soberbia cabeza de beldad rifeña, como si no pudiera acostumbrarse a la idea de que Visantet, aquel mozo al que trataba como un hermano, se había convertido en grave sacerdote con derecho a conocer sus pecadillos y a absolverla.
Continuaba la ceremonia. El nuevo cura,
agitado por la emoción, por la felicidad y por aquel ambiente cargado de asfixiantes perfumes, seguía la celebración de la misa como un autómata, guiado muchas veces por sus compañeros, sintiendo que las piernas le flaqueaban, que vacilaba su robusto cuerpo de atleta, y sostenido únicamente por el temor de que la debilidad le hiciera incurrir en algún sacrilegio.
Como si se moviera en las nieblas de un
sueño, realizó todas las partes que quedaban del misterio de la misa: con insensibilidad que le asombraba, verificó aquella consumación en que tantas veces había pensado emocionado, y después del tedéum, cayó desvanecido en la poltrona, cerrados los ojos, y sintiéndose sofocado por aquella antigua casulla codiciada por los anticuarios, orgullo de la parroquia, y que tantas veces había mirado él, siendo seminarista, como el colmo de sus ambiciones.
Un penetrante perfume de rosa y almizcle, el ruido de agua agitada, le volvieron a la realidad.
La madrina le lavaba y perfumaba las manos para la recepción final, y toda la compacta masa abalanzábase al altar mayor queriendo ver de cerca al nuevo cura.
La vida de superioridad y respetos
comenzaba para él. La señora, a la que había servido tantas veces, besábale las manos con devoción y le llamaba don Vicente, deseándole muchas felicidades después de sus místicas bodas con la Iglesia.