Amanecía. Por la parte del mar
rasgábase la noche, marcando una faja de luminoso azul: la verdura de la vega y la dentellada línea de montañas iban fijando sus esfumados contornos; lanzaban sus últimos parpadeos las estrellas, rodaba el fiero alerta de los gallos de alquería en alquería, y las alondras, como alegres notas envueltas en volador plumaje, rozaban las cerradas ventanas, anunciando la llegada del día.
Magnífico despertar. Tal vez a
aquella hora, Toneta, recogiéndose el cabello y cubriendo
púdicamente con el blanco lienzo los encantos que sólo un hombre
había de conocer, saltaba de la cama y abría el ventanillo de su
estudi para que la fresca aurora purificase el ambiente de pasión y
voluptuosidad.
El cura salió de su cuarto con los
ojos enrojecidos y la frente contraída por penosa arruga, perenne recuerdo de aquella noche de bodas, en que la compañera de su infancia había visto de cerca el amor, y él se había unido con la desesperación, la más fiel de las esposas.
Abajo en la cocina, encontró a su madre, que preparaba el desayuno, y la pobre vieja no pudo comprender aquella amarga mirada de reproche que el cura le lanzó al pasar.
Paseó maquinalmente por el corral, hasta que sus pies tropezaron con una espuerta de esparto, vieja, rota, cubierta por una costra de basura, igual a la que él llevaba a la espalda cuando niño.
Era el pasado, que reaparecía para echarle en cara su infelicidad.
¿No se había emancipado de la miseria de su clase? Pues ya lo tenía todo; que comiera, que se regodeara con la satisfacción de ser considerado como un ser superior.
Lo otro, lo desconocido, lo que le hacía temblar con intensa emoción, era para los infelices, para los que luchaban por la vida.
El cura gimió con
desesperación, sintiendo en torno de él el vacío y la frialdad, pensando que si sus manos, ahora consagradas, hubiesen seguido porteando el mismo capazo, estaría en tal instante arrebujado en aquella blanda cama del estudi nupcial, viendo cómo Toneta, al aire sus hermosos brazos y marcada bajo el fino lienzo su robustez armoniosa, se contemplaba en el espejo, sonriendo ruborizada con los recuerdos de la noche de bodas.
Y el pobre cura lloró como un niño; lloró hasta que el esquilón de la iglesia, con su gangueo de vieja, comenzó a llamarle a la misa primera.