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Pero el placer no necesitaba de nadie para tener conciencia de sí misma, a su modo, y así era más feliz. Esto que sentía así, pero sin pensarlo y menos describirlo, don Ángel Cuervo, creía él que era ley natural en igualdad de circunstancias. Sólo exceptuaba al enfermo y a los que tenían sangre de su sangre, o por amor, raro en el mundo, le amaban de veras, por su sangre también. En los tales notaba Cuervo signos de impresiones un poco extrañas, pero de otra índole, egoístas también, de otro modo. A los nerviosos los veía huir del dolor, sin conocer la huida, como recluta que recibe el bautismo de fuego y, sin pensarlo, dobla la cabeza al silbar de las balas... Oía a veces carcajadas inoportunas, que no tomaba a mal porque nada malo revelaban, sino juegos extravagantes de nuestro misterioso organismo... Pero en éstas y otras honduras no le agradaba entrar; él era de los de fuera, y así como prefería el trato de un cadáver ya en el féretro, al trato del moribundo, también escogía, a poder, la compañía de los amigos y parientes lejanos. Los del dolor físico, los que se separaban a la fuerza del muerto, eran pedazos de las entrañas arrancados recientemente del difunto; padres, hijos, esposos, llevaban todavía en el cuerpo señales de la fractura, parecían cachos del otro, daban tristeza; no, no era ésta todavía ocasión de estar a su lado, tranquilo.

 
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