Por fortuna, si así puede decirse, los que estaban muriendo no podían adivinar en el contacto de don Ángel lo que él pensaba al tocarlos.
Era muy partidario de darle al enfermo lo
que pidiera, sobre todo comida fuerte, si lo pedía el cuerpo. Parecía querer alimentar al que agonizaba para un largo viaje. Había en este afán suyo tal vez reminiscencias de las religiones antiquísimas que rodeaban los cadáveres de provisiones, allá para la vida subterránea. Pero lo que había de seguro en esto, como en todo lo que se refería a don Ángel, era la ausencia completa de toda idea fúnebre de todo sentimiento tétrico enfrente de la muerte del prójimo.