Las tristes escenas y lances que
precedían a la defunción eran menos interesantes para Cuervo que
los lances y escenas que venían después. No obstante, algo había a veces, anterior a la consumación de la desgracia, que le parecía de perlas: era lo que él llamaba la noche del aguardiente. Con el ojo certero que todos le reconocían anunciaba siempre cuál sería la última noche, y aquélla la pasaba él en vela en casa del paciente. Dos condiciones exigía: que se acostasen los de la familia, y aguardiente y pitillos a discreción. Si alguna persona muy allegada al enfermo se empeñaba en velar también, don Ángel, o se marchaba o dividía a la gente en dos secciones, y él se iba con los que se quedaban, por si ocurría algo, a una habitación lejana, que cerraba por dentro.
Lo mejor era que aquella noche no velasen
ni esposo, ni padre, ni hijos, ni demás parientes cercanos. Entonces sí que gozaba de veras don Ángel, sin malicia alguna y sin algazara, que sería monstruosa profanación; gozaba sin darse cuenta de ello, saboreando el placer recóndito, que era el alma, la más profunda medula de toda esta pasión invencible de nuestro hombre; un placer de que no podía acusarse, porque lo sentía sin reconocer su naturaleza, y consistía en saborear la vida, la salud, el aguardiente, el tabaco, la buena conversación.