Ni el ojo avizor de la más refinada
malicia podría notar en aquel trato de don Ángel con los moribundos un asomo de impaciencia contenida. Había, sin embargo, esa impaciencia; pero, ¡qué recóndita, o mejor, que bien disimulada!
Sí, don Ángel tenía
prisa; no era aquélla su verdadera especialidad; sabía tratar bien a los desahuciados, porque este trato era como una ciencia auxiliar que servía de introducción a las artes de su vocación verdadera.
«Si yo manejo tan bien a los
moribundos, decía él en el seno de la confianza, es por la gran experiencia que he adquirido zarandeando cadáveres al ponerles la mortaja y demás. El secreto está en moverlos como si fueran cuerpo muerto, en cuanto a lo de no contar con su ayuda, y en cuanto a lo de moverlos con cierto respetillo que inspira la muerte.»