Según otros, había que
especificar más. Cierto, era por culpa de la revolución, pero,
¿por qué? Porque con ella había venido la libertad de enseñanza, y con la libertad de enseñanza el prurito de dar carrera a todos los muchachos del pueblo y hacerlos médicos de prisa y corriendo y a granel. ¿Qué resultaba? Que en dos años volvían los chicos de la Universidad hechos unos pedantones y empeñados en buscar clientela debajo de las piedras. Y enfermo que cogían en sus manos, muerto seguro. Pero esto no era lo peor, sino la aprensión que metían a los vecinos y las voces que hacían correr y lo que decían en los periódicos de la localidad.
Sobre todo el doctor Torcuato Resma (que
años después tuvo que escapar del pueblo porque se descubrió, tal se dijo, que su título de licenciado era falso); Torcuato Resma, en opinión de muchos, había traído al pueblo todas las plagas de Egipto con su dichosa higiene y sus estadísticas demográficas y observaciones en el cementerio y en el hospital, y en la malatería y en las viviendas pobres, y hasta en la ropa de los vecinos honrados. «¡Qué peste de don Torcuato! ¡Mala bomba lo parta!»