Era alto y fornido, no se sabe de
qué edad, probablemente de cincuenta años, aunque no se puede
jurar que pasaran de cuarenta o que no fuesen cincuenta y cinco. Era su rostro
grande, largo, pero no desproporcionadamente, porque también de
pómulo a pómulo había su distancia. En toda aquella
extensión de carne, pálida a trechos y a trechos tirando a
cárdena, no había más vegetación de monte bajo; es
decir, barbas que todo lo invadían, pero afeitadas siempre, y siempre
tarde y mal afeitadas. Parecía aquello un milagro: o las barbas le
crecían a razón de milímetro por hora, o no se podía
explicar cómo don Ángel, jamás barbudo, jamás
tenía la cara limpia. ¿Se afeitaba... con tijeras? No se sabe. En
fin, no importa; basta figurársele siempre con una barba de tres o cuatro
días.
Tenía cuello de toro, y alrededor
del cuello un corbatín negro con broches por detrás, que le tapaba la tirilla de la camisa, no muy limpia tampoco ordinariamente. Con esto y vestir siempre de negro y usar sombrero de copa de forma anticuada y algo grasiento, largo levitón, cuyos faldones, muy sueltos y movedizos, tenían aires de manteo, parecía un cura de la montaña, sano, pobre, fuerte y contento. Disfrutaba un destino muy humilde en el palacio episcopal; pero lo despreciaba, y pocos días asistía a la hora debida, porque su vocación le llamaba a otra parte: a los entierros.
Aludiendo a Cuervo en un artículo, le había llamado Resma «el parásito de la muerte, el bufón de la funeraria».