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Aparte del mal gusto de estas frases rebuscadas, semejantes epítetos tenían cierta aplicación exacta a nuestro Cuervo, si se distinguía de tiempos. Era verdad que Cuervo había comenzado por ser un cortesano de la desgracia, es decir, por vivir como podía de la muerte. Era pobre, muy pobre; no tenía hambre, y tuvo que ingeniarse para encontrar su cubierto alguna vez en el llamado banquete de la vida. Y para esto acudía al banquete de la muerte; acudía a las casas donde se moría alguien, y comía allí con motivo de «no tener ánimo para otra cosa». Después, las relaciones de amistad, que se estrechaban más y más en tan solemnes momentos, le sirvieron para ganar aquel pedazo de pan que le daban en el palacio, y también para tener alguna influencia en todas las clases sociales, y explotarla modestamente. Pero esto no le hizo rico, ni poderoso, ni lo que empezó siendo en parte necesidad e industria lícita, y en parte afición ingénita, dejó de convertirse muy pronto en pasión viva, en vocación irresistible. Así es que cuando don Torcuato Resma se atrevió a llamarle en Juan Claridades «parásito de la muerte, bufón de la funeraria», ya era nuestro hombre muy otra cosa. «Esta afición mía a los difuntos, a los duelos y a las misas de Requiem no la puede comprender el espíritu mezquino de ese bachiller pedantón, que pretende sanar a los cristianos con artículos de fondo, siendo él digno de que le asista un veterinario.» Esto decía Cuervo a los numerosos amigos que le venían con cuentos y con artículos del otro.

 
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