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Jamás había comunicado a
nadie la idea de esta sensación, de una voluptuosidad intensa, perezosa,
profundamente animal, arraigada en la carne con garras de egoísmo;
jamás tampoco los demás le habían hablado a él de sensación parecida. Y, sin embargo, Cuervo conocía por mil señales que todos sentían cosa semejante a lo que pasaba por él. Ello era allá, a las altas horas de la noche; el moribundo, algo lejos; por medio, puertas y pasillos; la habitación donde se velaba, más caliente, gracias al fuego de la estufa o del brasero y a la transpiración de los cuerpos; el humo de los cigarros se cortaba en la atmósfera; se hablaba en voz baja; pero algunos por ejemplo, Cuervo, roncaban al hablar, dejaban escapar gruñidos y silbidos, válvulas por donde se iba el aire, la fuerza de la salud rebosando en los fornidos hombrachones. La conversación se animaba a impulsos del aguardiente, por inspiraciones del humo. Si asomos de hipocresía cortés o piadosa había al principio, íbanse al diablo luego; y todos, seguros de hacer una buena obra velando, dejaban, al cabo, asomar la fresca sonrisa del egoísmo satisfecho de la salud fortificante. Pronto se dejaban a un lado las alusiones al enfermo; se convertía todo lo que a él se refiriese en lugar común ya insoportable; llegaba a ser así como de mal gusto hablar de él, ni para compadecerle ni para envidiarle si acababa pronto de padecer, etc., etc.; se hablaba de otra cosa, de cosas de fuera, de lejos: de la vida, del sol, de la luz, de la nieve, de la caza. |
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