A ésta le hablaba de la vida, de la salud del moribundo, como cosa que volvería probablemente. «Los médicos se equivocan muy a menudo.»
Y en tanto, iba y venía y tomaba sus
determinaciones, preparándolo todo, metiéndose en todo, con la
maestría de la experiencia y de la vocación del arte. Entraba en la alcoba del moribundo sin miedo, ni aspavientos, ni escrúpulos de monja, como él decía. Si el paciente no daba pie ni mano, mejor; pero si no había perdido el conocimiento, había que atenderle y mimarle. Las manos de Cuervo, blandas y grandes, movían el cuerpo de plomo con habilidad de enfermera, sin lastimarle y con la eficacia precisa. Nadie como él para engañar al moribundo con las esperanzas de la vida, si eran oportunas, dado el carácter del enfermo. Era también muy discreto cortesano del delirio, como hubiera dicho Resma; los disparates de la imaginación que se despedía de la vida como una orgía de ensueños, los comprendía Cuervo a medias palabras; por una seña, por un gesto; casi los adivinaba; y con la misma serenidad con que daba vueltas al pesado tronco, se atemperaba al absurdo y veía las visiones de que el enfermo hablaba, siguiéndole el humor a la fiebre con santa cachaza, con una fiabilidad caritativa que las Hermanitas de los Pobres admiraban, como obra maestra del arte delicado que cultivaban ellas también.