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-¡Estabas más bonita! Nunca me has parecido tanto como con el velo y los azahares. Ahora también me lo pareces... Si soy tu maridito, ¿por qué huyes? No nos ven, te digo que no. Mira, hazte cuenta que soy tu perro, tu K...

-Cuantos argumentos forjo para convencerme de que no es tal como es, sino como la imaginación quiere fingirlo -susurraba allá adentro el pensamiento de la casadita- se desmoronan apenas le veo o le oigo. ¡Inútil porfía! Digo lo que quiera. Ladislao, sacrificada he sido, y como la oveja más mansa de La Justa me he dejado yo sacrificar. No he pensado bien lo que he hecho. ¿Por qué no lo he pensado bien? ¡Que tenía que soportarlo, no un día ni dos, sino la vida entera! Vergüenza me da confesar que me ha comprado su fortuna... Y aunque no lo confesara, ¿quién viéndole a él dirá otra cosa? Anoche mismo he sentido ímpetus de retirar mi palabra, y a Mónica se lo conté hoy al prenderme el velo. La pobre Mónica lloró: -¡Pero si estás arrepentida, aun es tiempo; las cosas que se hacen por puro interés, no salen bien! ¡Aun es tiempo, niña! -No, ya no era tiempo, ¿qué hubiera dicho la sociedad? ¿Qué Ladislao? Ladislao, que en este matrimonio: tiene puestas todas sus esperanzas... ¡Horrible sacrificio! Y cuanto más cerca le siento, más asco me inspira. Y yo no quiero, no quiero, que mi marido me inspire... eso; haré de tripas corazón, cumpliré mi deber, porque es preciso que yo cumpla mi deber y mis juramentos... ¡Ay, Dios mío! ¿Es el Trigal?

No era el Trigal, sino una de las tantas estaciones de la línea, y allí holgazaneó a su gusto la locomotora, engullendo carbón, refrescándose y haciendo ejercicios sobre la vía con grande furia de Josecito, que hubiera deseado poder castigarla y llevarla hasta el Trigal a trallazos como a sus caballos. Iba de una ventanilla a la otra, echaba la cabeza fuera para preguntar o protestar, y se impacientaba más, volvía a su asiento con ridículos ademanes:

-¡Pues no salimos todavía! ¡A que pasamos la noche aquí! Vaya si tendría gracia...

Al fin salieron, y se calmó entonces, y se distrajo con el vocear de los señores diputados. Poco a poco el pesado calor aplanaba los espíritus y desmadejaba los cuerpos el zangoloteo; reclinábanse sobre el duro respaldo las cabezas, buscando ficticio reposo; secas las lenguas, callaban o se movían a desgana; las narices, obturadas por el polvo, aspiraban sedientas de aire... Victoria, presa de intolerable vahído, se abandonó con resignación a aquella fuerza que a todo correr, por la pampa infinita, endriago que en sus brazos la arrebatara, la conducía a La Justa sin remedio posible. Escuchaba, de vez en cuando, gritos de aves en la campiña dormida, de lechuzas, de torcaces y de teros, y se le figuraban alertas, gemidos o anuncios agoreros de inmediatas desdichas. Ahora, en el silencio interior, el martilleo de las ruedas aumentaba y el balanceo del convoy, como larga sierpe que se descoyuntase.

Cuando en la estación siguiente bajaron en tropel los de La Plata, Josecito demostró su alegría de modo que la joven hubo de contenerlo poniendo los labios en la abertura de sus caídas orejas, porque los gestos no bastaron.

 
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de Carlos María Ocantos

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