Rápidamente desfilaron, pues, coche y caballero ante una serie de blanqueados galpones, que eran otros tantos depósitos de lanas y cueros secos, y cuyo hedor característico salía por las puertas abiertas, las que exponían la pródiga riqueza almacenada de fardos y de pieles; otros más eran graneros, repletos como para alimentar un ejército, y en otro amplísimo se guardaban las máquinas de labranza, de arar, sembrar, segar, trillar, desgranar: la actividad multiplicadora puesta al servicio de un solo brazo. Aparecieron luego, del siniestro lado, edificios que, por lo rústicos y de agradable vista, parecían de alquería holandesa, muy pintaditos de rojo, cuyo destino lo proclamaban el mugir de las muchas vacas que en los limpios establos ofrecían las ubres generosas y el batido de cremas que alegremente se escuchaba, entre el pasar y repasar ante las ventanas de chicas no tan bonitas e ideales como lo soñaría el romanticismo, pues eran campesinas negruzcas y cerdosas, pero todo lo pulcras que el arte de la mantequería exige; del lado derecho, sobre el hermoso tapiz de un jardín, surgió, a la vuelta de un recodo, el elegante pabellón bajo el cual la señorita Clotilde enseñaba lo que no sabían a los hijos de los puesteros de la finca y a cuantos niños, por la distancia u otros inconvenientes, no podían asistir a las escuelas del Trigal, y de pronto, en el fondo, rasgó el espacio la aguja de la capillita gótica, cuya campana empezó en seguida a voltear, anunciando feliz y extraordinario suceso.
Declinaba el sol, y en el parque cantaban zorzales y calandrias. Al son de esta marcha triunfal, pues, llegaron coche y caballero a la plazoleta de naranjos que precedía la entrada de la casa, y la vieron ocupada por un batallón de chiquillos, las hembras de un lado y los varones del otro, cepillados todos y apañaditos como en día de fiesta, presididas las niñas por la señorita Clotilde y por don Celedonio los niños; a una señal del capellán, rompieron a berrear todos un himno o epitalamio que, según se supo después, era parto de la musa de la maestra; al mismo tiempo, dos rapazas de las mayorcitas, adelantáronse y presentaron a Victoria ramilletes de jazmines, mientras el eco repetía el estribillo de los desaforados cantores:
-Salve, señora, salve...
Celebró mucho la joven la ocurrencia, y ayudada del radiante don Fabio, fue a besar a la chiquillería y felicitar a los directores del coro, los cuales se deshicieron en corteses excusas por la falta de ensayos, sobre todo el don Celedonio, que era un viejecito miope y desdentado, cuya timidez le sacaba los colores para decir:
-He compuesto yo la música en dos días... Luego, tres días nada más de ensayos... Gracias que son todos muy listos, porque a listos no hay quien gane a sus paisanos de usted, señora: se lo aprenden todo como sorberse un huevo.
-¡Oh! eso sí -apoyó Clotilde parpadeando con afectación de bella inspirada,- no tengo ninguna cabeza dura en la clase, afortunadamente.
Entre dimes y diretes, Josecito había desaparecido; despidióse don Fabio, sin que valieran los ruegos que para retenerle la sobrina le hizo, escuchando ésta las siguientes expresivas palabras de adiós, que la mismo eran advertencia que consejo:
-Sobre todo cuida de ganar la voluntad de mi madre. Mi madre es muy rara... Estúdiala, y no la contraríes. Mucho tacto, sobrinita,...