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Mientras él porfiaba con Donato y sus amables huéspedes, hizo don Fabio que la volanta se pusiera a la cabeza de la caravana, sin duda a fin de facilitar la ejecución del plan que concertado había con sus cómplices, y así no fue escasa la rabia de Josecito cuando vio el armatoste que le cortaba la carrera; mandó que se quitara, pero no hubo medio, pues más apresuraba él, más corría la volanta, y tanto, que desapareció en una hondonada y entre los árboles, que adelantábanse a pregonar los cuidados del plantío, se perdió luego, provocando espesa polvareda. A todo esto se internaron en el bosque, y la algarabía de los loros, que de rama a rama charlaban como si fueran personas, les aturdió y distrajo alegremente; dijo don Fabio que eran aquellos los discursos que el alado congreso dedicaba a la nueva y hermosa castellana, y fueron tales y tan elocuentes que Victoria se tapó los oídos, demostración que antes que imponer o cerrar el pico a los parlanchines, los alborotó más, sin duda escandalizados del ruido del carruaje.

Ya podía respirarse, y en la frescura de la arboleda los asoleados y molidos viajeros (excepción hecha de don Fabio, que era el más famoso centauro del contorno), hallaron lenitivo a sus fatigas y anticipo deleitoso del descanso apetecido. No daba paz al látigo el auriga y a poco salieron del bosque y entraron en la inmensa zona de cultivo, cruzando campos de alfalfa y de maíz, tan extensos que inundaba el verdor todo el paisaje; luego praderas, donde las moscas y los mosquitos anunciados por José pululaban, en efecto, y no había quien los contara; y verdes alfalfares, otra vez maizales que se perdían de vista, y más allá, más allá, tapices de lino y de centeno, y al cabo el trigo, el dorado mar sin límites, derroche de fecundidad, riqueza desbordada de la madre tierra, que sonreía orgullosa. Don Fabio, erguido, como un dios a cuyo poder estuvieran sometidos los gérmenes todos, tendía de nuevo la soberbia diestra.

-Yo solo, ¡solo! ¡Tierra de bendición! ¿ Qué vale tu gran ciudad, Victoria, al lado de este templo de la Abundancia, donde la vida brota lozana por todas partes?

Aunque no quisiera Josecito, hubieron de detenerse en el primer puesto que al paso se encontraron., y era el de ño Camilo, un gaucho de melena gris que esperándoles estaba a la puerta del rancho; pero apenas diez minutos de descanso se concedió a los sudorosos caballos, y de nuevo el látigo les cosquilleaba en las orejas, sumergiéndose entre los trigales, donde anduvieron sin parar y sin que pareciera el término del viaje ni del sendero... Al cabo divisáronse las torrecillas de La Justa; con chasquidos y trallazos por la calle de altos eucaliptus emprendió carrera Josecito, y galopando gallardamente, siempre junto al estribo don Fabio; del carretón de Regino no se tenían noticias, ni se preocupó nadie en pedirlas.

 
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Pequeñas miserias de Carlos María Ocantos   Pequeñas miserias
de Carlos María Ocantos

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