-¡Porque es rico, riquísimo! ¿Qué importa que sea tonto y que sea feo? Hay que mirar el matrimonio como una operación comercial: así lo han impuesto las costumbres, las exigencias del lujo, las necesidades sociales, solemne vulgaridad ésta, en fuerza de ser repetida y practicada, pero que es preciso tener siempre presente. ¡Un Esquendo! aunque fuera jorobado y cojo, y anduviera en cuatro patas. Piensa en el palacio que te espera, en los coches, en los trajes. Cuando él se acerque a ti, cierra los ojos, e imagina que es el galán más apuesto del mundo. Debemos hacernos servir por la imaginación y no ser esclavos de ella. Todo consiste en la educación de la voluntad. No olvides que nuestro padre, el que aun llaman el misterioso mister John Stuart, descendiente de noble familia escocesa, semilla regia, tal vez, que las vicisitudes aventaron hacia estas playas, aunque casó muy bien con la heredera de los Solaños, parienta lejana de estos Esquendo millonarios, quedó arruinado, y que los últimos años de nuestra pobre madre fueron angustiosísimos; piensa que en esta Barraca para la venta de cueros y lanas que la necesidad obligó a poner a orillas del Riachuelo a nuestro padre, paso yo la pena negra por darte a ti el regalo que mereces y sostenernos en el pié a que estuvimos acostumbrados... Cierra los ojos, Victoria de mi alma, ciérralos, repito, y con el oro de tu marido cómprale las gracias, perfecciones y don aires que le faltan. ¡Es sordo! ¡Ojalá fuera ciego también! Así estaría completo. Hay que ser prácticos, Victoria, que de ingleses descendemos...
Ladislao tenía razón. Pero hay razones amargas como el acíbar, muy difíciles de tragar. Mirándole por la abertura del pañolito, Victoria aquilataba las dificultades inmensas para hacer de su marido otro hombre distinto, ni con todo el oro del mundo, así pusiera, en la empresa, además, toda su voluntad y sus mejores intenciones.
Y a la voz fraternal, con el pensamiento, respondía de esta manera: