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En esto asomóse la señorita Clotilde, que era en verdad muy guapa (si antes no se ha dicho tampoco), y llamó a don Fabio; fue don Fabio, y sin refrenar el trotecito que llevaba, junto a la portezuela habló misteriosamente un rato con los de la volanta acerca de se sabe Dios qué pícara intriga, que entre los tres tenían amasada. Cuando volvió el caballero al estribo del break, Victoria, ensimismada, inclinaba la cabecita rubia al peso de la fatiga y de sus pensamientos... Bajaban una pendiente y Josecito azuzó a los caballos; ya se distinguían a lo lejos los primeros cercos de alambre, majadas, reses vagabundas, el tejado de algún rancho y en el último confín el oleaje de los trigos, un mar de oro derretido que limitaba la redondez del horizonte.

Y dijo don Fabio, señalando con el cabo del rebenque:

-¿Ves allá, allá, aquella tranquera? pues ése es el término de La Justa: desde ahí hasta la casa tenemos más de una hora todavía; es decir, que antes de las seis no habremos llegado. Aquel rancho es la pulpería de Donato, el piamontés: no nos dejará pasar sin ofrecernos un vasito de caña, y de ginebra... Su mujer es criolla y tiene dos hijas muy monas. ¡Buena gente toda; buena! ¡Qué tierra, Victoria! ¡qué aire! ¿no se te ensancha el alma?

Orgulloso, recreándose en la obra maravillosa de su constancia y de su esfuerzo, abrazaba de una sola ojeada los campos cultivados y fecundos, que surgían en el fondo del camino, y tendía la diestra:

-¡Todo lo he hecho yo! ¡yo solo! quince años atrás esto era un potrero inmenso. Espera, ya verás...

Aun tardaron media hora en arribar a los dominios de La Justa; en la pulpería de Donato estaban, debajo del fresco emparrado, la criolla con sus dos chicas, muy agraciadas morenas, enecto, pero no todo lo limpias que debe parecer la hermosura, de falda de percal y pañuelos de seda al cuello, sueltas las recias trenzas negras y desnudo el pie: a sus voces de alegre bienvenida, acudieron el gordo piamontés y cuatro paisanotes que jugaban a las bochas, pretendiendo todos que bajaran los señores y catasen un trago de la mejor ginebra del partido, o un mate que la más lista de las mozas prepararía en un decir amén; pero Josecito no quiso admitirlo ni dar respiro a los caballos, y dejó a todos con los obsequios en la boca y los sombreros en la mano, arreando el equipaje a riesgo de descalabrarlo.

 
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de Carlos María Ocantos

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