Marcháronse la maestra, el capellán y su cortejo de bulliciosos angelotes, y Victoria, guiada por una doncella respetuosamente, subió la escalinata de la casa suspirando, atravesó el recibimiento, la sala y el comedor, que la parecieran muy ricamente decorados si no llevara los ojos cuajados de lágrimas otra vez; volvió a subir por una escalerilla de caracol, y ya en el piso principal, al cabo de un pasillo, la doncella abrió una puerta:
-Aquí es, ¿desea la señora alguna cosa?
Victoria entró en la alcoba, tendida de azul y de color de rosa, colores alegres con que se visten las ilusiones, y derrochados en la pintura de amorcillos, que en ronda picaresca revoloteaban en las cortinas y en el techo. Imaginósele, sin embargo, todo negro, horrible calabozo en el que la recluían para siempre, y temerosa de que estallara su amargura, despidió a la criada, arrojó los jazmines sobre una consola y se apoyó en la ventana abierta... La tarde caía, serena; en el parque el concierto de zorzales y calandrias, interrumpido por la campanita bullanguera, recomenzaba con mayor brío: enamorados aéreos que celebraban sus esponsales con envidia y regocijo de la naturaleza entera, Victoria lloró largo rato. En la heredad magnífica, en medio de las riquezas que don Fabio la señalaba durante el camino, y suyas eran ya en virtud del eterno vínculo que a la casa de Esquendo la ligaba, se sintió más infeliz que la última muchacha de La Justa. No, no previó esto, cuando instigada empeñosamente por Ladislao, llegó a ambicionarlas...
Y llorando, apoyada en la ventana, casi a obscuras, la sorprendieron los pasos de Josecito en el pasillo, cuya presencia adivinó porque repercutieron en su corazón como golpes que se dieran en la puerta de una tumba.
Victoria cerró los ojos...