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Abrumada por los recuerdos, sollozó detrás del pañolito; y se rehizo, de súbito, descubriendo otra vez los magníficos ojos zarcos y fijándolos serenos en su marido, que le preguntaba inquieto : «¿Qué tienes...?» con baboso cariño. Ella se quejó del calor y del polvo espeso que resecaba la garganta; y Josecito, adivinando lo que se le decía, rezongaba:

-¡Naturalmente! si el tren parece una carreta... ¡Viaje más aburrido! deja que lleguemos al Trigal. Desde el Trigal a La Justa hay sus cinco leguas largas, pero como iremos en el break....

En la estación la locomotora descansó buen rato, y el joven pataleaba como si quisiera meter espuelas a la perezosa cabalgadura. Habían bajado un sacerdote y un vascongado de ricos arreos que con ellos venían, pero no quedaron solos, porque era el coche de estos salones a la americana y estaba lleno de diputados y empleados de La Plata, que hablaban todos juntos y discutían. El ir y venir de tanta gente en el andén distrajo a Victoria; pero cuando se puso en marcha el convoy con rechinamiento de ejes y sacudidas epilépticas, y suelto el freno, echó a correr por las verdes llanuras del Sur, sintió espantosa angustia porque cada tranco del monstruo era un paso hacia el abismo, y la llegada al Trigal, la intimidad del carruaje, la soledad y el abandono de La Justa la alarmaron más que antes. Pegados los labios a su dulce confidente, el pañuelo de encajes, repitió la pavorosa pregunta:

-¿Por qué he cedido? ¡Ay, Dios mío!...

Y Josecito, entretanto, se esponjaba en su rincón, satisfecho. Su pensamiento, de corto vuelo, rasando iba sobre estas cosas vulgares:

-La pobre está que no sabe lo que le pasa de alegría, de emoción o de impaciencia. Ya llegaremos, mujercita mía... No sé si será bueno que tome yo un baño en llegando, porque con el calor y el polvo... A veces me parece indiferente: tiene ese aire pretencioso de quien le ha hecho a uno un gran favor. Pues no, señorita de Stuart, que quien hace aquí el favor soy yo, por más reina y emperatriz que usted se crea. Al fin y al cabo, con mi plata podía yo tener toda las que quisiera. Usted se hizo de rogar, o lo fingió, y esto me irritó, agravó mi capricho. Abuelita Justa, temiendo sin duda que fuera a cometer una barbaridad como la de mi hermano Jacobo, que se casó con la sirvienta, aquella vascongada tan bonita, arrastrando el apellido de Esquendo por los suelos... Pues, temiendo de mí cosa parecida, no se opuso, aunque se hizo de rogar también, pues quería algo de mayor substancia pecuniaria: conque ya ve usted, orgullosa señorita Victoria... ¡Qué linda es! ¡Qué formas! ¡Qué seno! La mano es tan chiquitita que parece la de un ratón... Mía, toda mía, desde la punta del pie hasta el último cabello... ¡Cómo tardamos en llegar, y lo que aun falta!... No, tendré que bañarme, porque con este calor... En el neceser traigo buen acopio de perfumería.... ¿Habré olvidado?

Cogió una maleta de la red y la registró, luego todas, las cuatro de roja piel y cantos de níquel; también los portamantas y un saquito de mano. Se volvía a la joven disculpándose:

-Creía, que se me había olvidado algo... pero, no. Aquí está. Como La Justa es poco menos que un desierto... ¿Quieres el agua de Colonia, o tu frasco de sales?

 
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Pequeñas miserias de Carlos María Ocantos   Pequeñas miserias
de Carlos María Ocantos

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