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-Te empeñé mi palabra y la he cumplido. Ya me has oído en la iglesia decir que sí, que le aceptaba, por mi señor y marido, a este hombre tan feo, tan feo, Ladislao, a quien no podré yo querer jamás. He dicho que sí, pensando en eso mismo, en el fausto y en el favor que te presto, a ti que has sido el padre de esta huérfana. Pero, me sacrifico, Ladislao; créeme que hago un horrible sacrificio, tan horrible que no sé si podré soportarlo hasta el fin; no sé si, aun atada de pies y manos en poder de la señora abuela, que dicen es de navaja en la liga, no me sublevo y recobro mi independencia... ¡Ay! ¡cuando te enfadaste conmigo porque no cedía a tus consejos y a tus exigencias, poniéndote furioso por la primera vez con esta, tu hermanita, que tan sumisa fue siempre y cariñosa, te dije que no atribuyeras mi negativa a otros amores; lo repito ahora que este tren me lleva corriendo al precipicio, como si me llevaran los mismos demonios: por aquí no ha pasado un alma, Ladislao! Yo no quiero a nadie más que a ti. Y aunque te burles, te confesaré que no cambio yo, ahora los esplendores que me aguardan y me han cegado, por la vida, modestísima e independiente de la Barraca. ¡Ay! ¡pobre cuartito mío azul! ¡mis pájaros, mis macetas, mis libros, mis alegrías de soltera! Las lágrimas acaban de borrar de mi vista su odiosa cara de animalucho. No sabe más que enseñar los colmillos... ¡Ay! ¡Ladislao, estoy arrepentida, muy arrepentida! Ayer, mareada con los regalos, las felicitaciones, las crónicas anunciadas, la perspectiva deslumbrante de la ceremonia nupcial, te manifesté mi contento; pues bien, ahora, sola con él, frente a frente, como en nuestra sala, en sus visitas de novio, le veo tan cerca y me siento ya suya, me contradigo, me sublevo, libre de tu sugestión malhadada y de los vapores del incienso, recobro la conciencia y comprendo ¡ay! Ladislao de mi alma, que estoy arrepentida... ¡Dios, mío! ¡¡Dios mío!!

Bruscamente se detuvo el tren, y con grosero envión se arrastró de nuevo pasando majestuoso ante los muelles y los galpones repletos de mercancías, junto a la ría cuajada de mástiles, entre el movimiento colosal de factoría que en este extremo característico de la gran ciudad suspende y asombra; cerca del puente de Barracas, Victoria se descubrió los ojos para echar una mirada tristísima a sus balcones: ahí estaba, cara al Riachuelo, pintada de color de café la antigua Barraca de Stuart; en ella quedaba su alma entera, vagando de la alcoba azul a la salita, donde el padre y la madre en sus cuadros dorados se sonreían uno al otro, él, mister John, con su porte nobilísimo, la levita ceñida, el chaleco floreado, la gruesa cadena, el cuello alto y su hermosa cara de rosa recién abierta; ella, misia María Josefa, de miriñaque, manteleta y cocas de azabache, resplandeciendo todas las virtudes en sus ojazos de criolla agraciada.... Y de la salita al despacho de Ladislao, y de aquí a la terraza, y por la escalerilla exterior a la azotea donde en las tardes de verano se entretenía, ya espiando con los gemelos marinos la llegada de los buques de ultramar, ya contemplando la carga y descarga en los muelles. ¡Vida dulcísima! ¡Melancólicas añoranzas! ¡Ay! ¡Sus pájaros, sus macetas y sus libros, la grata compañía de su danés plateado, el hermoso Boy, y de la fiel doña Mónica, la criada vieja, servidora que fue de su madre, nacida en la casa misma de los Solaños y apegada perpetuamente a la familia!

 
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de Carlos María Ocantos

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