Victoria pidió el frasco, y con languidez levantó el tapón de esmalte orlado de brillantes. Josecito gruñó alegremente:
-Este fue mi primer regalo, ¿te acuerdas? El día de Santa Victoria, el 23 de diciembre... Permíteme que me acerque: me sentaré a tu lado, puesto que el cura ya no está y aquellos viajeros se han cansado de espiarnos. Unos novios siempre llaman la atención, aunque nosotros, por lo formales, no lo parecemos. Tú estás como si volvieras de un entierro o te llevaran a la cárcel. Quítate ese pañuelo de la cara, déjame que te vea...
Resignóse la joven a privarse del antifaz que encubría sus dolorosas sensaciones, y sonrió a Josecito haciéndole un hueco a su lado, previniéndole sólo con el gesto, pues no entendía él de palabras, que debía guardar compostura. El prometió que sí, que la guardaría, pero acercábase tanto, que sus calientes resoplidos molestaban a Victoria, y el machacar de sus sandios alardes de riqueza, mostrando, por la opuesta ventanilla, los innumerables ganados que filosóficamente pastaban a lo largo de la vía :
-¡Pues tenemos nosotros más en La Justa!
Vacas, así, como moscas, y ovejas, así, como mosquitos. De las caballadas hemos perdido la cuenta. ¿Y la granja para la fabricación de quesos y mantecas? ¿Y las cien incubadoras con sus miles de pollos? Las faenas agrícolas todas, todas, se hacen a máquina, según los sistemas más perfeccionados. Ya verás, ya verás. La capilla de Santa Justa es gótica, y parece un relicario de oro; en el órgano, traído de París, toca Melchora los domingos divinamente, y cuando hay fiesta mayor viene a predicar un dominico de Buenos Aires. La escuela es grandísima: entre chicas y muchachos suman unos setenta... Te digo que es un condado La Justa. En todo observarás la mano inteligente de mi tío Fabio, que ha consagrado a la estancia sus ocios de solterón, y en ella vive casi el año entero; ya le conoces, mitad gaucho y mitad señor, un hombre fornido, alegre y bondadoso. La transformación del establecimiento se la debemos a él exclusivamente: mi padre murió muy joven; mi hermano mayor, Alberto, el marido de Melchora, el más apto y quien ayudaba al tío, se desbarrancó en un rodeo hará siete años; mi hermano segundo, Jacobo, tomó mal camino y ni le vemos ni le oímos, y yo, francamente, no sirvo... A mí que me den una yunta y la guío con más seguridad y elegancia que el mejor cochero de oficio. No sirvo para otra cosa.
Después de esta sincera confesión, se achicaba con la humildad del convencimiento de la propia insignificancia, y repetía: -No, no sirvo... -palmeándose las puntiagudas rótulas.
Por más que quisiera Victoria huir de su pegajosa vecindad no podía, porque el ardiente resoplar seguíala en todos sus movimientos, insinuándola amorosas soserías, despertando el recuerdo de sus relaciones, desde la primera mirada en Palermo hasta la primera visita en Barracas, bajo la vigilancia de doña Mónica, y todas las vicisitudes, sus desdenes, vacilaciones y rigores hasta confirmar el sí solemnemente en la Merced, poco antes, a la faz de Dios y del concurso más aristocrático que pudo reunirse jamás.