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Entonces, más pálida, Victoria se sentó y se cubrió los ojos para ocultar que lloraba. Como no iban solos en el vagón y el viaje de tres horas refrenaba impaciencias, Josecito se estuvo quieto en su rincón, Su sordera le impedía hablar ante testigos y no habló palabra. Miraba y admiraba a su mujer con estúpido enajenamiento: el lindo talle que modelaba elegante vestido gris, la cabecita rubia defendida por el sombrerín de paja encantador, la oreja de rosa, la barba y los labios, todo lo que el pañolito de encajes dejaba ver, y como el perro satisfecho, gruñía, enseñando los feos dientes cariados. Ya era suya, ¡suya! aquella orgullosa Stuart que durante dos años le trajo maliciosamente al retortero, burlándole, humillándole y sumiéndole en el purgatorio de los pretendientes en desahucio, para entreabrirle luego las puertas del cielo, sabia estrategia en que todas son maestras consumadas; suya, ¡suya! ¡oh! ¡Victoria cruel! ¡costosa victoria!

Gruñía, pensando en la llegada al Trigal, en la inefable soledad de la estancia, en los quince días que en La Justa le aguardaban... Porque, naturalmente, el tío Fabio se marcharía en seguida, y ni la abuela, ni la cuñada Melchora, con el arrapiezo de Pastorita, vendrían a molestarles. ¡No faltaría más!

Como entrara el sol con desvergüenza a besar en la nuca a Victoria, Josecito, celoso, se levantó y lo echó fuera, bajando la cortinilla. Ella no apartaba el pañuelo, por evitar también la curiosidad de los vecinos. Pero, secas ya las lágrimas, al través de una abertura hecha adrede, disimuladamente la joven observaba a su marido: el cuerpecillo enclenque, el largo pescuezo de nuez enorme, los pelos ralos de la barba, la boca dentuda, los ojos muertos, la frente estrecha... Y como la primera vez, sentía el amargor de la repugnancia y el desdén. ¡Dios mío! ¡qué feo era! y ¡qué memo! ¡y sordo, sordo por añadidura! Un cuerpo y un alma incapaces de escuchar ni comprender nada, insensibles a todo lo que no fuera los fines de la animalidad. ¿Por qué cedió? sí, ¿por qué ?

Entre el rumor de las ruedas, parecía contestar Ladislao a la pregunta desesperada:

 
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de Carlos María Ocantos

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