Los judíos siempre han insistido en que el nombre de Dios no
debería ser utilizado. Era la costumbre antiguamente, antes de Cristo, que sólo
al Sumo Sacerdote del Templo de Salomón le fuera permitido usarlo -y sólo una
vez al año. A nadie más le era permitido eso. Por lo tanto, la Palabra es
el código, el código para el nombre de Dios. Algo debe utilizarse para
indicarlo, y este es un hermoso código: la Palabra. No utilizan ninguna
palabra, simplemente dicen: la Palabra. Lo mismo se ha hecho también en
la India. Si preguntas a los Sikhs, los seguidores de Nanak, ellos dirán:
Nam, el Nombre. No dicen ningún nombre; simplemente dicen, el Nombre.
Quiere decir lo mismo que la Palabra.
Sólo al Sumo Sacerdote le era permitido, y el Sumo Sacerdote
tenía que purificarse a sí mismo. Durante todo el año se purificaría a sí mismo,
y ayunaría y oraría y se prepararía. Y entonces, un día del año, toda la
comunidad se reuniría. Aun entonces, el Sumo Sacerdote no pronunciaría la
palabra ante la multitud: se retiraría a la más recóndita capilla del templo y
las puertas se cerrarían. En profundo silencio, donde nadie pudiera oir -la
multitud estaría esperando afuera y no era posible que oyeran- él pronunciaría
el nombre con absoluta santidad, profundo amor, intimidad. Estaba pronunciando
el nombre en representación de toda la comunidad.
Era bienaventurado el día en que el nombre era pronunciado. Y
luego, durante todo el año, el nombre no debía llevarse a los labios. Tienes que
llevarlo dentro del corazón; debe convertirse en una semilla. Si sacas la
semilla de la tierra una y otra vez, nunca brotará. Ponla muy profunda. Ponle
agua, protégela, pero manténla sumergida en la oscuridad para que germine, muera
y renazca.