Cuanto más te alejes, menor será el antagonismo. De ahí que
puedas entender por que aquí hay tanta gente de tantos países diferentes, y, sin
embargo, no hay muchos indios. Con los indios hay un problema: su tradición esta
en peligro. Si creen en mí, su tradición... tendrán que perderla.
Por eso, cerca de mí verás más gente joven que gente mayor:
porque la gente joven no tiene mucha inversión en el pasado. De hecho, un joven
se halla en busca del futuro, y un viejo, en busca del pasado. Un joven tiene un
futuro; el viejo sólo tiene el pasado. El futuro significa muerte: toda su vida
es pasado. Por tanto, cuando un hombre de setenta viene a mí resulta muy difícil
cambiarle, porque setenta años se me oponen. Cuando viene un muchachito de
siete, un pequeño Siddhartha, no hay nada contra lo cual luchar. Puede
entregarse en forma total, no hay nada -no tiene pasado, sólo futuro. Puede
aventurarse, puede arriesgarse; no tiene nada que perder. Pero un viejo tiene
mucho que perder. Por eso, si viene un erudito -uno que sabe demasiado sin
saber- tendrá que luchar mucho, producirá todo tipo de discusiones, se
defenderá. Tiene mucho que perder. Pero cuando llega un hombre inocente que
dice: "No sé mucho", es fácil, porque está dispuesto a dejarse ir.
Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron.
Más a cuantos le recibieron,
aún a aquéllos que creen en su nombre,
les dio el poder de transformarse en hijos de Dios.
Y la Palabra se hizo carne...
Muy poca gente se acercó a él. Juan vivió cerca del río Jordán,
en la intemperie, fuera de ciudades y pueblos. Los que realmente quisieran
transformarse, le buscarían y llegarían hasta él. Muy pocos fueron, pero
aquellos que lo hicieron -aún a aquellos que creen en su nombre, les dio el
poder de transformarse en hijos de Dios. Aquéllos que pudieron confiar
fueron transformados. Y él preparó el terreno: éstos serían los primeros que
estarían preparados para la aparición de Jesús.