Cristo se elevó muy alto. Los judíos habían estado esperando a
este hombre durante siglos -¡qué ironía!-, habían esperado durante siglos que
este hombre apareciera, todas sus esperanzas estaban volcadas a este hombre, que
transformaría sus vidas y traería el reino de Dios sobre la tierra... entonces,
este hombre surgió; y ellos, que habían estado esperándolo, no pudieron creer,
no pudieron confiar. ¿Que sucedió?
Se aficionaron demasiado a la espera misma. "Bueno, si este
fuese el hombre, ¿que haríamos?". La espera tendría que finalizar, habría que
ponerle fin. Y habían esperado tanto -de hecho, la espera se había convertido en
su única actividad, en toda su actividad religiosa: esperar la llegada del hijo
de Dios. Y de pronto llega este hombre y dice: "Aquí estoy".
Pero ahora, ellos preferían aferrarse a su espera que mirar a
este hombre -porque el mirarle sería el fin; ya no habría nada que esperar. El
futuro desaparece, la esperanza desaparece, el deseo desaparece. Este hombre
matará toda esperanza, todo deseo, todo futuro -¡es demasiado! La vieja mente se
ha vuelto adicta a su propia espera, la vieja mente se ha vuelto adicta a su
propio sufrimiento, frustración -ahora es demasiado.
Así sucede: si has estado enfermo durante mucho tiempo, poco a
poco empiezas a acumular cierta inversión en la enfermedad. Entonces, comienzas
a temer -si llegas a estar sano de nuevo, el miedo surge, porque tendrás que
volver a la oficina otra vez, a la vida cotidiana. Durante estos años has estado
descansando: no has tenido ansiedades, pudiste descansar. Ahora vuelve la
responsabilidad. No sólo eso -durante estos años en que has estado enfermo, todo
el mundo ha sido compasivo contigo, casi todo el mundo ha tratado de quererte.
Has llegado a ser el centro de tu familia, de tus amigos, de tus conocidos; todo
el mundo ha sido amable. Moverse de nuevo en el mundo cruel y áspero; la mente
retrocede, no parece valer la pena.