El final de un
siglo
1.1.
En las últimas
décadas del siglo XIX, de 1880-1900, profetas anarquistas del pan de los pobres
y apoyo mutuo, valdenses provenientes de los gremios textiles de la lana y la
seda, del catecismo industrial saint-simoniano, preeminencia de los industriales
sobre la aristocracia agraria, junto a muchedumbres, con entendimiento habitual,
natural y religiosa, de la realidad social. Muchedumbre, confusa y desordenada,
de conciencias que aprehenden instintivamente los fenómenos económicos y
políticos.
Mixtura de
jornaleros, campesinos pobres, tejedores, mineros, buhoneros, vagantes del mimo,
estudiantes; todos ellos se ligan y conjuran contra el siglo que finaliza,
festejando el adviento cívico del siglo XX, en el que la tecnología y la
racionalidad se deben imponer al infierno del ciclo industrial y comercial que
convierte hombres en mercancías.
En las voces
instruidas de los iniciados a la apología del socialismo utópico, se alza el
triunfo de la igualdad, la libertad y la fraternidad. La bandera roja de la
revolución tremola los principios de las comunidades de bienes y la ausencia de
dinero, sustituido por los bonos de trabajo. A cada uno según su tiempo de
trabajo productivo.
Los trabajadores
drenados, irlandeses, italianos, ingleses, chinos, españoles, rusos, alemanes,
asaltan la desesperanza con voluntad obsesiva; su delirio se apropia del
progreso ideológico de la historia. Las premoniciones utópicas tiñen de rojo
aurora la comuna fourierista, la ciudad
mítica donde los hombres no sean despojos de las bestias de la pobreza y la
incultura.
El retorno a la armonía racional y la justa naturaleza,
la autenticidad electiva de los sentimientos, el imaginario elixir del
aventurismo crítico del hombre que se prueba a sí mismo ante la diversidad
social, la apología al héroe popular romántico que se desliga de los lazos
feudales: ni vasallos ni señores, ni mesnadas ni caudillos.
Toda emotividad
del desarraigo social se acoge a la sustentación del imperativo ilustrado de la
bondad innata de la naturaleza humana, frente a un orden artificial en el que la
arbitrariedad de la autocracia y el inmovilismo teocrático ejemplifican la mala
fe, el vicio de la horca, el hedor putrefacto de las guerras y sus hornadas de
hambrunas y contagios venéreos.