Escena VIII
Podkolésin y Tecla.
Podkolésin: ¡Hola! Buenos días, Tecla Ivánovna! Bueno... ¿Y qué? Toma una silla, siéntate y cuenta. ¿Cómo va eso? ¿Cómo dijiste que se llamaba la...? ¿Melánia?
Tecla: Ágata Tijónovna.
Podkolésin: Sí, sí, Ágata Tijónovna. Seguramente, es alguna cuarentona...
Tecla: ¡Nada de eso! Si usted se casa con ella, me alabará y me lo agradecerá todos los días de su vida.
Podkolésin: ¡Mientes, Tecla Ivánovna!
Tecla: Ya estoy vieja, hijo mío, para mentir así como así.
Podkolésin: ¿Y la dote, la dote? Vuelve a contármelo.
Tecla: La dote es una casa de piedra en el barrio de la Moskóvska, de dos pisos, y con tanta renta que es un placer; el tendero solo paga setecientos rubios por su tenducho; y la cervecería del subsuelo atrae también a mucha gente; hay dos pabellones de madera, uno de ellos con cimientos de piedra, y que rinden cuatrocientos rubios de renta. Por el lado de Viborg, hay también una huerta. Hace ya tres años que la arrienda un mercader, y es un hombre muy sobrio, no bebe una sola gota de licor y tiene tres hijos: dos ya están casados, y en cuanto al tercero, el mercader dice: "Es joven, todavía; que se quede en el tenducho, para atender mejor a la clientela; yo, ya estoy viejo".
Podkolésin: Pero... ¿y ella? ¿Cómo es ella, personalmente?
Tecla: ¡Una joya! Blanca, sonrosada, pura sangre y leche... Un deleite tal que cuesta pintarlo. Usted se sentirá contento hasta aquí (se señala la garganta) y les dirá al amigo y al enemigo: "¡Vaya con Tecla Ivánovna! ¡Cómo se lo agradezco!".
Podkolésin: Pero no es hija de un oficial... ¿verdad?
Tecla: Es hija de un mercader de tercera. Pero tan altiva que no le toleraría una ofensa ni a un general. Ni siquiera quiere oír hablar de un novio mercader. "A mí, que me den cualquier marido, aun de aspecto insignificante, pero que sea noble". ¡Sí, es una muchacha refinada! Y cuando se pone el vestido de seda de los domingos... bueno, ¡Dios me ampare! ¡Parece una duquesa!
Podkolésin: Por eso te lo he preguntado, precisamente; porque soy consejero de tercera y... ¿Comprendes?
Tecla: Pues, sí... ¿Cómo no he de comprender? Tuvimos a un consejero de tercera y lo rechazaron: no gustó. Tenía una extraña costumbre: palabra que decía, mentira que decía, y eso que su aspecto era tan serio... ¿Qué se podía hacer? Por lo visto, Dios lo había hecho así; él mismo lo lamentaba, pero no podía contenerse, tenía que mentir... Era la voluntad de Dios.
Podkolésin: Bueno... Y además de esa... ¿no tienes alguna otra por ahí?
Tecla: ¿Y para qué necesitas otra? Ésa es la mejor.
Podkolésin: ¿De veras que es la mejor?
Tecla: Aunque recorras el mundo entero, no encontrarás otra que se le parezca.
Podkolésin: Lo pensaremos, lo pensaremos. Ven a verme pasado mañana. Volveremos a hacer lo mismo... ¿sabes? Yo me quedaré tendido aquí y tu me contarás.
Tecla: Pero, hijo mío... ¡Por piedad! Hace ya tres meses que vengo a verte, y nada: no haces más que estarte sentado en bata y fumando tu pipa.
Podkolésin: ¿Y tú crees, quizás, que casarse es lo mismo que decir "¡Eh, Stepán, dame las botas!"? ¿Qué basta con ponérselas y buen viaje? Hay que reflexionarlo, mirarlo bien.
Tecla: Bueno... ¿Por qué no? Si quieres marido, míralo. Para eso está la mercadería, para mirarla. Pide que te traigan el caftán y ahora mismo, aprovecha esta hermosa mañana para ir a verla.
Podkolésin: ¿Ahora? Fíjate qué nublado está el tiempo. Si salgo, me puede sorprender la lluvia.
Tecla: ¡Pero para ti! Ya te asoman las canas y pronto no servirás para marido. ¿Te crees algo extraordinario por el hecho de ser consejero de tercera? Hemos visto cosas mejores. Tenemos entre manos a unos novios tales que ni siquiera te miraríamos.
Podkolésin: ¿Qué estupideces estás diciendo? ¿Qué ocurrencia es ésa de que tengo canas? ¿Dónde están mis canas? (Se tantea los cabellos).
Tecla: ¿Cómo quieres que no las haya? Para eso, todo hombre envejece. No te gusta ésta, no te gusta aquélla. ¡Ten cuidado! Le he echado el ojo a un capitán que te lleva toda una cabeza. Tiene una voz de trueno y sirve en el almirantazgo.
Podkolésin: Mientes, me miraré en el espejo. ¿Qué ocurrencia es ésa de las canas? ¡Eh, Stepán! ¡Tráeme el espejo! O, no, espera más bien. Iré yo mismo. Eso, Dios me libre, sería peor que la viruela. (Se va al cuarto contiguo).