Escena XVI
Dichos y Gevákin, acompañado por la sirvientita.
Gevákin: (A Duniáshka). Por favor, querida, límpiame un poco la ropa... ¡En la calle, me he cubierto de polvo! Mira, quítame esa plumita... (Volviéndose). ¡Eso es! Gracias, tesoro. Espera, fíjate... ¡Parece que ahí se arrastra una arañita! ¿Y atrás en los faldones, no tengo nada? ¡Gracias, ángel mío! Parece que aquí hay algo más. (Se trota con la mano la manga del frac y mira furtivamente a Anúchkin y a Iaíchnitza). ¡El paño es inglés, después de todo! ¡Y hay que ver el resultado que da! Lo compré y me hice confeccionar un uniforme cuando era aún contramaestre en 1785, y nuestra flota estaba en Sicilia; en 1801, con Pável Petróvich, me hicieron teniente... y el paño seguía estando flamante; en 1804, di la vuelta al mundo y apenas se gastaron un poco las costuras; en 1815, pedí el retiro y simplemente me hice dar vuelta el uniforme; y hace 10 años que lo llevo y está como nuevo. Gracias, querida... ¡tesorito! (Le oprime la mano y acercándose al espejo, se revuelve un poco el cabello).
Anúchkin: ¿Y qué tal es... permítame que le pregunte... esa Sicilia... a la cual acaba de referirse? ¿Un hermoso país?
Gevákin: ¡Oh, espléndido! Pasamos allí treinta y cuatro días; el paisaje, les aseguro a ustedes, es encantador. ¡Unas montañas, algún granado, y por todas partes unas italianitas que dan ganas de comérselas a besos!
Anúchkin: ¿Y son cultas?
Gevákin: ¡Extraordinariamente! Tanto como nuestras condesas, por ejemplo. A veces, uno se pasea por la calle... bueno, un oficial ruso, naturalmente, luce sus charreteras. (Señala los hombros). Y tiene el uniforme recamado en oro, y cuando ve allí a esas beldades morenas... asomadas a los balcones... porque allí todas las casas tienen sus balcones y terrazas, chatas como ese piso... Naturalmente, para no hacer mal papel, uno... (Se inclina y hace un ademán) y ella le contesta con lo mismo. (Hace otro ademán). Naturalmente, las italianitas visten muy bien: algún volado, un cordoncito, unos aretes... ¡en fin, lo que se llama un bocado principesco!
Anúchkin: Y, permítame que le pregunte... ¿Qué idioma hablan en Sicilia?
Gevákin: ¡Oh! Naturalmente, el francés.
Anúchkin: ¿Y todas las damas lo conocen?
Gevákin: Todas, sin excepción. ¡Le parecerá increíble, pero vivimos allí treinta y cuatro días y en todo ese tiempo no oí una sola palabra de ruso!
Anúchkin: ¿Ni una sola?
Gevákin: Ni una sola. No hablo ya de los nobles y demás caballeros: pero tomemos a un simple campesino de Sicilia que se gana la vida cargando al hombro cualquier bagatela y digámosle: "Dame pan, hermano", y no lo entenderá a uno, se lo juro; pero dígale usted en cambio en francés "Dateci del pane" o "portate vino" y el muy bribón lo comprenderá en seguida y correrá a buscarlo.
Iván Pavlóvich: Esa Sicilia debe ser un país muy curioso. ¿Cómo es el campesino a quien acaba de referirse...? ¿Idéntico al mujik ruso... ancho de espaldas? ¿Labra la tierra?
Gevákin: No sabría decírselo: no miré si labraban la tierra o no; pero en cuanto a oler tabaco, le aseguro que no sólo lo huelen, sino que hasta lo mastican. El transporte es allí muy barato: casi no hay más que agua y por todas partes se ven góndolas. ¡Y las italianitas son unas divinidades! ¡Todas de punta en blanco, con su pañuelito en la manga! Con nosotros, había también oficiales ingleses, gente como la nuestra, marinos... y al principio nos sentíamos muy incómodos. Pero cuando nos conocimos bien, empezamos a entendernos a las mil maravillas. Bastaba con señalar así una botella o un vaso... e inmediatamente comprendían que queríamos beber; uno se acercaba el puño así a la boca y hacía con los labios "paf, paf", y eso significa fumar en pipa. En general, debo confesarles que el idioma es bastante fácil... nuestros marineros empezaron a entenderse con los ingleses a los tres días.
Iván Pavlóvich: Por lo visto, la vida en el extranjero es muy interesante. Me encanta encontrarme con un hombre que conoce mundo. Permítame preguntarle... ¿Con quién tengo el honor de hablar?
Gevákin: Gevákin, teniente de la marina retirado. Permítame preguntarle, por mi parte... ¿Con quién tengo el privilegio de platicar?
Iván Pavlóvich: Soy Iván Pavlóvich Iaíchnitza, agente fiscal.
Gevákin: (Que no ha oído bien). Sí, yo también comí algo por el camino. Me faltaba un buen trecho y hacía frío: me comí un arenque con pan.
Iván Pavlóvich: No, creo que usted no me interpretó bien: mi apellido es Iaíchnitza.
Gevákin: (inclinándose). ¡Ah, perdón! Soy un poco sordo. Creí haberle oído decir que había comido una tortilla de huevos fritos.
Iván Pavlóvich: ¡Qué le hemos de hacer! Le pedí a mi jefe que me permitiera cambiar mi apellido por el de Iaíchnizin, pero él se negó, diciendo: "Sonará a sobáchiisin" .
Gevákin: Esas cosas suceden. En nuestra tercera flota, todos los oficiales y marineros tenían unos apellidos rarísimos: Pomóikin, Sáizev Liubopítni. Y hasta había un buen contramaestre que se llamaba, pura y simplemente, Dirka.
(Se oye la campanilla de la puerta de calle: Tecla cruza corriendo la escena para abrir).
Iaíchnitza: ¡Hola, querida!
Gevákin: ¡Eh! ¿Qué tal, tesoro?
Anúchkin: ¡Hola, Tecla Ivánovna!
Tecla: (Sin detenerse). ¡Bien, bien, gracias, hijos míos! (Abre la puerta y se oyen voces: "¿Está en casa?" "Sí que está". Luego, se oyen confusamente algunas palabras más, a las cuales Tecla responde, con fastidio: "¡Vaya la ocurrencia!").