Escena XI
Podkolésin y Kochkarév.
Kochkarév: Bueno, hermano. Este asunto no puede postergarse: en marcha.
Podkolésin: Pero si todavía no he decidido nada. Sólo he pensado...
Kochkarév: ¡Tonterías, tonterías! Bastará con que no pierdas la serenidad: te casaré de tal modo que ni siquiera te enterarás. Ahora mismo iremos a ver a la novia y verás cómo se hará todo en un santiamén.
Podkolésin: ¡Vaya una ocurrencia! ¡Ir inmediatamente!
Kochkarév: ¿Y por qué hemos de esperar? Dime... ¿Por qué? Reflexiona tú mismo. ¿Para qué te sirve tu vida de soltero? Mira tu cuarto: ¿qué ves en él? Ahí, una bota sin lustrar, allá la jofaina del lavabo, más allá un montón de tabaco sobre a mesa; y tú, te pasas el día tendido como un holgazán, bostezando.
Podkolésin: Es verdad. Reconozco que aquí no hay orden.
Kochkarév: En cambio, cuando tengas esposa, no te reconocerás a ti mismo ni reconocerás tu cuarto; aquí habrá un diván, un perrito, algún canario en su jaula, un trabajo de costura. E imagínate que estás sentado en el diván... y de repente se te arrima una mujercita, una linda mujercita, y te acaricia así... con su pequeña mano...
Podkolésin: ¡Ah, qué diablos! Si bien se piensa, hay manecitas que parecen de leche...
Kochkarév: ¡Hombre! ¡Cualquiera diría que las mujeres sólo tienen manecitas! Tienen, hermano... ¡Bueno, a qué hablar! ¡Tienen de todo, qué diablos!
Podkolésin: Para serte franco, me gusta ver sentado a mi lado a una linda mujercita.
Kochkarév: Bueno, ya lo ves, tú mismo has digerido el asunto. Ahora, sólo falta tomar las medidas necesarias. No te preocupes de nada. El almuerzo nupcial y todo lo demás... corre por mi cuenta. Habrá que encargar por lo menos una docena de botellas de champaña: menos imposible, hermano, También hará falta media docena de botellas de Madera. La novia, sin duda, tendrá su legión de tías y comadres... y ésas, no quieren saber de bromas. En cuanto al vino del Rhin, que se lo lleve el diablo... ¿no te parece? En lo que respecta al almuerzo, tengo en vista a un cocinero que es una maravilla: da de comer en tal forma que uno después ni siquiera está en condiciones de levantarse.
Podkolésin: ¡Hombre! Tomas el asunto con tanto apasionamiento que se diría que realmente me voy a casar pronto.
Kochkarév: ¿Y por qué no? ¿Por qué postergar la boda? Tú estás de acuerdo... ¿verdad?
Podkolésin: ¿Yo? Bueno, no... no estoy completamente de acuerdo.
Kochkarév: ¡Ahora, salimos con ésas! ¡Pero si acabas de decirme que quieres casarte!
Podkolésin: Sólo dije que no estaría mal.
Kochkarév: ¡Hermano...! Pero si nosotros ya íbamos a... Veamos... ¿Acaso no te gusta la vida de casado?
Podkolésin: Sí, me gusta.
Kochkarév: ¿Y entonces? ¿Qué obstáculos ves?
Podkolésin: Ninguno, el asunto me parece un poco raro...
Kochkarév: ¿Qué tiene de raro?
Podkolésin: ¿Cómo no ha de serlo? Me ha pasado tanto tiempo sin casarme, y ahora, de repente, me caso...
Kochkarév: Vamos, vamos... ¿No tienes vergüenza? No, ya lo veo: contigo, hay que hablar seriamente; te seré franco, como un padre con su hijo. Bueno, mírate con atención, como me miras a mí, por ejemplo. ¿Qué eres, ahora? Un alcornoque cualquiera, una cosa sin sentido. ¿Para qué vives? Vamos, mírate en el espejo. ¿Qué ves? Una cara estúpida y nada más. Y aquí, imagínate, a tu lado habría chiquillos, y quizás no sólo dos o tres sino no menos de media docena, y todos igualitos a ti, como una gota de agua a otra. Ahora estás solo, eres un simple consejero de tercera o jefe de sección o lo que sea; y entonces, en cambio, a tu alrededor habrá varios consejeritos, y algunos de esos bribonzuelos te tirará de la barba y tú te limitarás a aullarle como un perrito: "¡Uau, uau, uau!" Bueno... Dímelo tú mismo... ¿Hay algo mejor que eso?
Podkolésin: Pero si todos esos chiquillos son muy traviesos... Lo estropearán todo, me dispersarán los papeles.
Kochkarév: ¡Qué hagan travesuras...! Pero todos se te parecerán; eso es lo que importa.
Podkolésin: En realidad, el asunto hasta resulta gracioso, qué diablos: ¡pensar que un cachorro semejante, que no levanta dos palmos del suelo, pueda ya parecérsele a uno!
Kochkarév: ¡Cómo no ha de ser gracioso! ¡Claro que lo es! Vamos, pues.
Podkolésin: Bueno, vamos.
Kochkarév: ¡Eh, Stepán! Dale pronto la ropa a tu patrón, que se va a vestir.
Podkolésin: (Vistiéndose ante el espejo). Creo, con todo, que me convendría usar el chaleco blanco.
Kochkarév: ¡Tonterías! Tanto da.
Podkolésin: (Poniéndose el cuello). ¡Maldita lavandera! Me ha almidonado tanto los cuellos que no hay forma de sujetarlos. Stepán, dile que si me sigue planchando así la ropa le encargaré el trabajo a otra. Seguramente, en vez de planchar se pasa el tiempo con sus amantes.
Kochkarév: ¡Vamos, hermano, date prisa! ¡Qué lento eres!
Podkolésin: Ya va, ya va. (Se pone el frac y se sienta). Oye, lliá Pómich. ¿Sabes una cosa? Ve tú sólo.
Kochkarév. ¡Ésa sí que es buena! ¿Te has vuelto loco? ¡Que vaya yo solo! Pero... ¿quién se casa? ¿Tú o yo?
Podkolésin: ¡De veras...! No sé por qué, no tengo muchas ganas. Dejémoslo para mañana.
Kochkarév: Vamos... ¿Te queda un átomo de sentido común? ¿No se podría decir que eres un alcornoque? Ya estás preparado para salir... ¡y, de pronto, dices que no hace falta! Vamos, dime, por favor... ¿No mereces que te llame cerdo y bribón, a fin de cuentas?
Podkolésin: Bueno... ¿Por qué me insultas? ¿Para qué? ¿Qué te he hecho?
Kochkarév: ¡Eres un estúpido, un estúpido a carta cabal, eso lo dirá cualquiera! ¡Un estúpido, aunque seas consejero de tercera! Vamos a ver... ¿Por quién me preocupo? Pienso en tu bien. ¡Maldito solterón! ¡Hete ahí tendido como un tronco! Vamos, dime. ¿Qué pareces, así? Eres un imbécil, una porquería... Hasta diría una palabra... pero sería demasiado indecente. ¡Mujer! ¡Eres peor que una mujer!
Podkolésin: Bueno eres tú también, después de todo. (En voz baja). ¿Has perdido el juicio? ¡A dos pasos de nosotros está mi criado y me insultas en su presencia y con qué palabrotas! ¿No encontraste un lugar mejor?
Kochkarév: ¿Cómo no te he de insultar, dímelo? ¿Quién no haría lo mismo, en mi lugar? ¿Quién dejaría de insultarte? Como un hombre respetable, habías resuelto casarte, te portabas razonablemente y de pronto... porque sí, por mera estupidez, so alcornoque...
Podkolésin: ¡Bueno, basta ya, iré! ¿A qué tanto grito?
Kochkarév: ¡Iré! Claro... ¿Qué otra cosa podrías hacer? (A Stepán). Dale el sombrero y el capote.
Podkolésin: (En el umbral). ¡Qué hombre tan raro! No hay forma de entenderse con él: lo insulta a uno por cualquier cosa. No sabe de buenos modales.
Kochkarév: Se acabó. Ya no te insulto. (Ambos salen).