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Los dos esclavos negros guiaban el caballo númida, que en lugar de silla ostentaba una piel de león atada con una faja encarnada, y luego trajeron la gacela.

-Sultana -dijo Aben-Hamet a Blanca al presentársela, -este es un cabritillo de mi país, casi tan ligero como tú.

Blanca desató el hermoso animal, que parecía darle gracias, dirigiéndole las más dulces miradas. Durante la ausencia de su amante, la hija del Duque de Santa Fe había estudiado el árabe; así es que leyó enternecida su nombre en el collar de la gacela. Habiendo ésta recobrado su libertad, sosteníase con dificultad sobre sus pies, tanto tiempo aherrojados; por lo cual, tendiéndose en el suelo apoyaba su cabeza en las rodillas de su ama, que le presentaba dátiles nuevos y acariciaba a la inofensiva hija del desierto, cuya fina piel había retenido el olor del áloe y de las rosas de Túnez.

El abencerraje, el Duque de Santa Fe y su hija partieron para Granada. Los días de la venturosa pareja se deslizaron como los del año anterior: los mismos paseos, los mismos tristes recuerdos a la vista de la patria, el mismo amor, o por mejor decir, un amor siempre en aumento, siempre igualmente correspondido; pero también una adhesión igual en los dos amantes a la religión de sus padres.

-¡Sé cristiano! -decía Blanca.

-¡Sé musulmana! -replicaba Aben-Hamet, y volvieron a separarse sin haber sucumbido a la pasión que arrastraba el uno hacia el otro.

Aben-Hamet tornó a presentarse el tercer año, bien así como esas aves de paso que el amor atrae en la primavera a nuestros climas. Esta vez no halló a Blanca en la playa; pero una carta de ésta le hizo saber la partida del Duque de Santa Fe a Madrid y la llegada de don Carlos a Granada, adonde le había acompañado un prisionero francés, muy su amigo. El moro sintió oprimido su corazón a la lectura de tal carta, y partió de Málaga a Granada, abrumado por los más tristes presentimientos. Las montañas le parecieron espantosamente solitarias, y volvía repetidas veces la cabeza para mirar el mar que acababa de atravesar.

Blanca no había podido separarse, durante la ausencia de su padre, de un hermano a quien amaba, en cuyo favor quería hacer donación de todos sus bienes, y a quien vela después de, siete años de ausencia. Don Carlos estaba dotado de todo el valor y de toda la altivez que caracterizan su nación: terrible como los conquistadores del Nuevo Mundo, entre quienes había hecho sus primeras armas, y religioso como los caballeros españoles vencedores de los moros, abrigaba en su corazón el odio a los infieles, que había heredado de la sangre del Cid.

Tomás de Lautrec, vástago de la ilustre casa de Foix, en la que la hermosura de las mujeres la bizarría en los hombres eran consideradas como un don hereditario, era el hermano menor de la Condesa de Foix, y del valiente y malogrado Odet de Foix serior de Lautrec. Tomás, armado caballero a la edad de dieciocho años, por Bayardo, en el mismo retiro donde perdiera la vida el caballero sin tacha y sin reproche, cayó prisionero, poco tiempo después, en Pavía, cubierto de heridas, defendiendo al rey caballero que lo perdió todo en aquella jornada, menos el honor.

Don Carlos de Vivar, testigo del denuedo de Lautrec, había hecho curar sus heridas con generosa solicitud, y no tardó en establecerse entre ellos una de esas amistades heroicas, cimentadas en la estimación y la virtud. Francisco I había regresado a Francia, pero Carlos V retuvo en su poder a los demás prisioneros. Lautrec, había tenido el honor de compartir la cautividad de su Rey y de acostarse a sus pies en su encierro; habiendo, pues, permanecido en España después de la partida del Monarca, había sido entregado bajo su palabra a don Carlos, que acababa de llevarle consigo a Granada.

Cuando Aben-Hamet se presentó en el palacio de don Rodrigo y fue introducido en la sala donde se hallaba Blanca, experimentó tormentos descollocidos por él hasta aquel momento, pues a los pies de la hermoso, vio sentado un gentil mancebo que absorto en una especie de amoroso éxtasis. El joven vestía unos calzones de piel de búfalo, y un coleto del mismo color, ajustado por un ancho cinturón que sostenía una espada adornada de flores de lis; de sus hombros pendía un capotillo de seda; su cabeza estaba cubierta por un sombrero de alas estrechas, y sombreado por vistosas plumas; una gola de encaje, apoyado, en su pecho, dejaba ver su desnudo cuello; un bigote negro como el ébano daba a su semblante, naturalmente afable, un aspecto varonil y guerrero, y las anchas botas que en numerosos pliegues caían sobre sus pies, ostentaban la espuela de oro, emblema de la caballería.

A escasa, distancia manteníase en pie otro caballero, apoyado en la cruz de hierro de su luenga espada, y vestido como el anterior; pero parecía de edad más proyecta, y su continente austero, aunque ardiente y apasionado, inspiraba respeto y temor; la cruz colorada de Calatrava estaba bordada sobre su coleto, con esta divisa: Por ella y por mi rey.

Blanca prorrumpió en un grito involuntario al ver a Aben-Hamet.

-Caballeros -dijo con viveza, -ved aquí al infiel de quien os he hablado repetidas veces; temed que alcance la victoria, pues los abencerrajes eran de su temple, y nadie los sobrepujaba en lealtad, valor y galantería.

Don Carlos salió al encuentro de Aben-Hamet, y lo dijo:

-Señor moro, mi padre y mi hermana me han hecho conocer vuestro nombre, y todos os juzgan descendiente da noble y esfortada estirpe, y os habeís distinguido personalmente por vuestra caballerosidad. Carlos V, mi señor, llevará en brevos la guerra a Túnez, y espero, nos veremos en el campo del honor.

Aben-Hamet llevó la mano a su pteho, y sentándose en el suelo sin replicar palabra, fijó sus miradas en Blanca y Lautrec, que admiraba con la curiosidad propia de su país el fastuoso traje, las brillantes armas y el apueste talante del moro. Blanca no parecía turbada, toda su alma brillaba en sus ojos, pues la severa española no procuraba ya multar el secreto de su corazón. Después de algunos momentos de silencio, Aben-Hamet, se levantó, inclinóse delante de la hija de don Rodrigo y se retiró. Admirado del ademán del moro y de las miradas de Blanca, Lautrec salió de la sala abrigando sospechas que no tardaron en trocarse en realidad.

Quedaron solos don Carlos y su hermana.

-Blanca -dijo aquél a ésta, -es forzoso que te expliques. ¿De qué procede la mal reprimida turbación que te ha causado la presencia de ese extranjero?

-Procede, hermano mío -respondió Blanca, del amor que profeso a Aben-Hamet, a quien, si resuelve hacerse cristiano, haré dueño de mi mano.

-¡Cómo! -exclamó colérico don Carlos, -¿amas a Aben-Hamet? ¿La hija de los Vivar ama, a un moro, a un infiel, a un enemigo expulsado por nosotros de estos palacios?

-Don Carlos -repuso Blanca sin alterarse,- amo a Aben-Hamet, y él me ama; tres años ha que prefiere renunciar mi mano a abjurar la religión de sus padres. La nobleza, el honor y los sentimientos caballerosos tienen su natural asiento en su alma: he aquí por qué lo adoraré hasta la muerte.

Don Carlos era digno de apreciar toda la generosidad de Aben-Hamet, aunque deploraba su ceguedad.

-¡Desventurada Blanca! -exclamó,-

¿adándate llevará tu ciega pasión? Yo me había prometido que mi amigo Lautrec sería mi hermano.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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