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-Tú eres dueño de matarme -repuso el abencerraje,- pero yo no he pensado en hacerte la más leve herida, porque sólo he querido probarte que soy digno de ser tu hermano, y capaz de impedir que me desprecies.

En aquel instante descubrieron una nube de polvo: Lautrec y Blanca, montando dos yeguas de Fez, más rápidas que el viento, llegaron a la fuente del Pino y vieron el suspendido combate.

-¡Estoy vencido! -les dijo don Carlos, -este caballero me ha dado la vida. Tú, Lautrec, serás más feliz que yo.

-Mis heridas -dijo Lautree con voz noble y reposada, -me permiten negarme a combatir con este cortés caballero. No quiero -continuó ruborizándose,- saber la causa de vuestra discordia, ni penetrar un secreto que acaso me daría la muerte. Pronto hará renacer mi ausencia la paz entre vosotros, a no ser que Blanca, me mande, permanecer a sus pies.

-Caballero -dijo Blanca,- permaneceréis al lado de mi hermano y me miraréis como hermana vuestra. Todos los corazones que aquí están, experimentan amarguras, y aprenderéis a sobrellevar los males inseparables de la vida.

Blanca quiso obligar a los tres caballeros a darse la mano, pero todos se negaron:

-¡Aborrezco a Aben-Hamet! -exclamó don Carlos.

-¡Yo lo envidio! -dijo Lautrec.

-Y yo -repuso el moro, estimo a don Carlos y compadezco a Lautrec, pero no puedo amarlos.

-Veámonos siempre -añadió Blanca,- y tarde o temprano la amistad seguirá a la admiración. ¡Ignore eternamente Granada el funesto suceso que aquí nos reune!

Desde aquel momento, la hija del Duque de Santa Fe sintió una pasión más viva hacia Aben-Hamet, pues el amor ama al valor, y nada faltaba ya al abencerraje, puesto que además de ser valiente, don Carlos le debía la vida. Aben-Hamet se abstuvo, por consejo de su amada, de presentarse en palacio durante algunos días a fin de dar tiempo a que se calmase la cólera de don Carlos. Una mezcla confusa de tiernos y amargos sentimientos combatía el alma del abencerraje; porque si por un lado, la seguridad de ser amado con tanta fidelidad y vehemencia era para é1 un manantial inagotable de delicias, por otro, la certidumbre de que nunca sería dichoso sin abjurar la religión de sus padres, abrumaba su corazón. Muchos años habían transcurrido ya sin hallar remedio alguno a sus males. ¿Se vería condenado a pasar del mismo modo el resto de sus días?

Sumido estaba en un abismo de las más grandes y tiernas reflexiones, cuando habiendo oído una tarde el toque de esa oración cristiana que anuncia el fin del día, le ocurrió entrar en el templo del Dios de Blanca, y pedir consejos al Señor de la Naturaleza.

Salió pues, y llegando a la puerta de una antigua mezquita, convertida en iglesia por los fieles, entró con el corazón poseído de tristeza y de religión en el templo que lo había sido en otro tiempo de sus padres y de su patria. La oración acababa de terminar, y la iglesia estaba desierta. Una santa obscuridad reinaba a través de multitud de columnas, semejantes a los troncos de los árboles de un bosque metódicamente plantados. La ligera arquitectura árabe mostrábase enlazada con la gótica, y sin perder nada de su elegancia, había adquirido una gravedad más adecuada a la meditación. Algunas lámparas alumbraban débilmente las bóvedas, pero al resplandor de muchos cirios veíase brillar aún el altar del santuario, radiante de oro y pedrería, pues los españoles cifran toda su gloria en despojarse de sus riquezas para adornar con ellas los objetos de su culto; así, pues, la imagen del Dios vivo, colocada entre velos de encaje, de coronas de perlas y de mazorcas de rubíes, recibe la adoración de un pueblo medio desnudo.

Ningún asiento se veía en el vasto recinto: un pavimento de mármol que cubría muchas sepulturas, servía así a los grandes como a los pequeños, para arrodillarse delante del Señor. Aben-Hamet avanzaba con lento paso por las naves desiertas, que resonaba al único rumor de sus pasos, con el espíritu dividido entre los recuerdos que aquel antiguo edificio de la religión de los moros traía a su mente, y los sentimientos que la religión cristiana hacía nacer en su corazón. Entregado al choque de tan opuestos afectos, entrevió al pie de una columna una figura inmóvil, que desde luego tornó por la estatua de un sepulcro; acercóse a ella, y vio a un joven caballero de rodillas, con la frente respetuosamente inclinada y ambos brazos cruzados sobre el pecho. El caballero no hizo el menor movimiento al ruido de los pasos de Aben-Hamet, ni la más leve distracción, ni señal alguna exterior de vida turbaron su profunda oración. Su espada estaba tendida en tierra delante de él, y su sombrero, cargado de plumas, descansaba sobre el mármol a su lado: parecía hallarse: en aquella actitud por el efecto de un encanto. Era Lautrec.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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