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Don Rodrigo había acudido presuroso a los gritos en que habían prorrumpido las jóvenes españolas, cuando Aben-Hamet, se lanzó al jardín.

-Padre mío- dijo Blanca, -ved aquí el señor moro de quien os he hablado, y que habiéndome oído cantar me ha reconocido, y ha entrado en el jardín para darme, gracias por haberle enseñado su camino.

El Duque de Santa Fe recibió al abencerraje con esa cortesía grave, y no obstante sencilla, propia de los españoles. No se advierte en esta nación ninguna de esas maneras serviles, ninguna de esas frases que revelan la bajeza de los pensamientos y la degradación del alma. El lenguaje del gran señor es igual al del rústico, igual el saludo, iguales los cumplimientos, las costumbres y usanzas. Y así como la confianza y la generosidad de este pueblo para con los extranjeros no conocen límites, así es terrible su venganza cuando se abusa de su buena fe, pues está, dotado de un valor heroico y de una paciencia a toda prueba, incapaz de ceder a la adversa fortuna, siéndole preciso dominarla o dejarse, abrumar por ella. Tiene poco de lo que se llama genio, pero sus exaltadas pasiones suplen en él esa luz que procede de la, delicadeza y la profusión de ideas. Un español que pasa el día sin hablar, que nada ha visto, que nada anhela ver, que nada ha leído, estudiado o comparado, hallará siempre en la grandeza de sus resoluciones los recursos de que haya menester en el momento del infortunio.

Era el día natalicio de don Rodrigo, y Blanca obsequiaba a su padre con una pequeña fiesta en aquella encantadora soledad. El Duque de Santa Fe invitó a Aben-Hamet a sentarse entre las jóvenes, que miraban con cierta extrañeza su turbante y su traje. Trajéronse tapices de terciopelo, y el abencerraje se sentó sobre ellos a la usanza mora; dirigiéronle luego varias preguntas acerca de su país y sus aventuras, a las que respondió con ingenio y jovialidad. Hablaba el más castizo castellano, y hubiérase podido tomarle por tal, si en vez del tratamiento vos no usara casi siempre el de tú, palabra tan dulce en sus labios, que Blanca no podía hacerse superior a un oculto desprecio cuando él se dirigía a alguna de sus compañeras.

Presentáronse numerosos sirvientes, quienes traían chocolate, variadas frutas, y azucarillos de Málaga, tan blancos como la nieve, y tan porosos y ligeros como la esponja. Terminado el refresco, pidióse a Blanca que ejecutara algún baile nacional, en que excedía a las más hábiles gitanas, y cedió al fin a los ruegos de sus amigas. Aben-Hamet había guardado silencio, pero sus miradas suplicantes decían bien lo que sus labios no osaban solicitar. Blanca eligió una zambra, baile lleno de expresión, tomado de los moros por los españoles.

Una de las jóvenes empezó a tocar en la guitarra la danza morisca, y la hija, de don Rodrigo, desembarazándose del velo, ató a sus blancas manos unas castañetas de ébano. Sus negros cabellos caían en leves rizos sobre el alabastrino cuello; sus labios y sus ojos sonreían de acuerdo, y su tez se animaba a los latidos de su corazón. De improviso hace resonar el ébano excitador, marca tres veces el conipás, entona el canto de la zambra, y uniendo su voz a las armonías de la guitarra, parte como un relámpago.

¡Qué variedad en sus pasos! ¡qué elegancia en sus actitudes! Ora levanta sus brazos con viveza, ora los deja, caer con languidez; agítase algunas veces como ebria de placer, o se retira como abrumada de dolor; vuelve la cabeza, parece llamar a alguna persona oculta, alarga con modestia, la sonrosada mejilla al beso de un nuevo esposo, huye ruborosa, torna radiante y consolada, marcha con paso noble y casi guerrero, y gira de nuevo sobre el lozano césped. La armonía de sus pasos, de sus cantos y de los sonidos de la guitarra, era completa. La voz de Blanca, ligeramente apagada, tenía ese timbre que subleva las pasiones en el fondo del alma. La música española, compuesta de suspiros, de movimientos vives, de estribillos tristes y de cantos súbitamente interrumpidos, Ofrece una mezcla extraña de regocijo y melancolía. Aquel baile y aquella música fijaron irrevocablemente el destino del último abencerraje, y en verdad hubieran bastado a conmover un corazón menos lastimado que el suyo.

La reunión volvió al llegar la noche a Granada, por el valle del Darro. Don Rodrigo, en extremo complacido de las maneras nobles y delicadas, de Aben-Hamet no quiso separarse de él sin pedirle volviese algunas veces a entretener a Blanca con las maravillosas relaciones del Oriente. El moro, que no deseaba otra cosa, aceptó gozoso la cordial invitación del Duque de Santa Fe, y al día siguiente se encaminó al palacio donde respiraba la mujer a quien amaba más que a la luz del sol.

No tardó Blanca en sentir una vehemente pasión, por la imposibilidad misma en que se juzgaba de satisfacerla, puesto que amar a un infiel, a un moro, a un desconocido, le parecía tan raro caso, que no tornó precaución alguna contra el veneno que empezaba a circular por sus venas; mas no bien echó de ver las consecuencias de su mal, lo aceptó como una verdadera española. Los peligros y las penas que desde luego entrevió no fueron parte a hacerla retroceder del borde del abismo, ni a que entrara en consultas con la fría razón; todo su cálculo se redujo a decirse a si misma: -Sea Aben-Hamet cristiano, correspóndame, y le seguirá a los confines del orbe.

Y era el caso que el abencerraje experimentaba asimismo todo el poder de una pasión irresistible: viviendo, pues, únicamente para Blanca, no se ocupaba ya de los proyectos que le llevaran a Granada, y aunque le era fácil procurarse los datos que había ido a buscar, habíase desvanecido a sus ojos todo interés extraño a su amor, y hasta temía las noticias que hubieran podido introducir alguna mudanza en su género de vida. Nada inquiría, nada anhelaba saber, y todos sus planes se compendiaban en este sencillo raciocinio: -Sea Blanca musulmana, correspóndame, y la serviré hasta mí postrer aliento.

Firmes, pues, en su generosa resolución, Aben-Hamet y Blanca sólo esperaban un momento oportuno para descubrirse sus sentimientos. En uno de los días de la más deliciosa estación del año, la hija del Duque de Santa Fe dijo al abencerraje:

-No habéis visto aún la Alhambra, y si he de dar crédito a ciertas palabras que habéis indeliberadamente pronunciado, vuestra familia es oriunda de Granada. ¿Os complacería visitar el palacio de los antiguos reyes moros? Si así es, quiero serviros de guía esta tarde.

Aben-Hamet juró cordialmente por el Profeta que ningún paseo podía serle más agradable.

Habiendo llegado la hora señalada para la excursión a la Alhambra, la hija de don Rodrigo montó una hacanea blanca, acostumbrada. a trepar las rocas cual una ágil cabra; Aben-Hamet acompañaba a la brillante española, caballero sobre un alazán andaluz enjaezado a la turca. En la rápida carrera del joven moro, su alquicel de púrpura se hinchaba a su espalda, su corvo alfanje resonaba en la alta silla, y juguetón el viento agitaba el airoso penacho de su turbante. Admirado el pueblo de su gentileza y apuesto ademán, decía al verle pasar: -Ese es un príncipe infiel, a quien doña Blanca va a convertir.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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