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-Grande fue tu error -dijo Blanca,- pues no puedo amar a ese extranjero. Por lo que respecta a mis sentimientos hacia Aben-Hamet, a nadie debo explicaciones. Guarda en buena hora tus juramentos como caballero, que yo guardará los míos como amante. Sabe empero, para tu consuelo, que nunca será Blanca la esposa de un infiel...

-¡Nuestra familia habrá de desaparecer de la tierra! -exclamó don Carlos con el acento del dolor.

-A ti incumbe prolongarla. ¿Qué te importan por otra parte unos descendientes que no has de ver, y que despreciarían tu virtud? Conozco, don Carlos, que somos los últimos de nuestra raza, pues salimos demasiado del orden vulgar para que nuestra sangre florezca después de nosotros: el Cid fue nuestro abuelo y será nuestra posteridad. -Y Blanca salió.

Don Carlos voló en busca del abencerraje y le dijo:

-¡Moro! Renuncia a mi hermana, o acepta el combate.

-¿Estás encargado por tu hermana -dijo AbenHamet,- de anular los juramentos que me ha hecho?

-¡No! replicó don Carlos; -te ama cual nunca.

-¡Ah! Digno hermano de Blanca-exclamó, Aben-Hamet interrumpiéndole, -¡debo recibir de tu sangre todo mi honor! ¡Oh feliz Aben-Hamet! ¡Oh radiante día! Yo creí que Blanca me había sido infiel por el caballero francés...

-Esa es precisamente tu desventura -gritó a su vez don Carlos, fuera de sí. -Dame cuenta de las lágrimas que por tu causa derrama mi familia.

-Acepto de buen grado lo que me propones respondió Aben-Hamet; -pero aunque nacido de una raza que acaso ha peleado con la tuya, no soy caballero. A nadie veo aquí que me confiera la orden que te permitirá medirte conmigo sin manchar tu sangre.

Admirado don Carlos de la oportuna reflexión del moro, miróle con una mezcla de admiración y de furor, y al fin exclamó súbitamente:

-Yo te armaré caballero, pues eres digno de este honor.

Aben-Hamet hincó la rodilla delante de don Carlos, que le dio el espaldarazo aplicándole tres golpes de plano con la hoja de su espada, y luego le ciñó la misma que tal vez iba a romper su corazón: ¡tal pera el antiguo honor!

Lanzándose ambos sobre sus corceles, salieron de los muros de Granada y volaron a la fuente del Pino, lugar célebre muy dé antiguo por los duelos de moros y cristianos, donde Malique Alabés había peleado con Ponce de León, y el gran maestre de Calatrava había dado muerte al animoso Abayados. Veíanse aún los restos de las armas de este caballero moro colgados de las ramas de un pino, y en la corteza del árbol se leían algunos caracteres de un epitafio. Don Carlos mostró con la mano la tumba de Abayados al abencerraje, y le dijo:

-Imita a ese valiente infiel y recibe de mi mano el bautismo y la muerte.

-La muerte tal vez -respondió Aben-Hamet; pero ¡vivan Alá y el Profeta!

Esto dicho, tomaron campo y se precipitaron con furia uno contra otro, sin más armas que sus espadas. Aben-Hamet era menos práctico en los combates que don Carlos; pero la excelencia de sus armas, forjadas en Damasco, y la velocidad de su caballo árabe le daban ventajas sobre su enemigo. Lanzó su corcel a la manera de los moros, y cortó la pata derecha del caballo de don Carlos más abajo de la articulación con su ancho estribo tajante. El herido caballo dio consigo en tierra, y don Carlos, desmontado por aquel golpe feliz, se dirigió con la espada en alto a Aben-Hamet, que apeándose al punto, recibió con intrepidez a su contendiente, y deteniendo los primeros golpes del español, éste vio saltar su espada al choque del acero damásquino. Dos veces engañado por la fortuna, don Carlos lloró de ira y gritó a su enemigo:

-¡Hiere, moro, hiere! Don Carlos te desafía ínerme, y desafía a toda tu raza infiel.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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