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-¡Favorita de los genios! -le dijo el gallardo abencerraje,- yo te buscaba como busca el árabe una fuente en los rigores del mediodía; he oído los ecos de tu guitarra, que celebraba los héroes de mi país, y habiéndote adivinado en la dulzura de tus acentos, vengo a poner a tus plantas el corazón de Aben-Hamet.

-Y yo -repuso doña Blanca,- cantaba el romance de los abencerrajes, ocupada la mente en vos, porque después de haberos visto, me he dado a imaginar que esos caballeros moros se os parecen mucho.

Y un ligero carmín se esparció por las mejillas de Blanca, no bien hubo pronunciado tales palabras. Aben-Hamet se sintió inclinado a arrodillarse a los pies de la joven cristiana, y a declararle que era el último abencerraje; detúvole empero un resto de prudencia, pues temía, no sin razón, que su nombre, harto célebre en Granada, inspirase recelos al gobernador. La guerra de los moriscos no había terminado aún, y la presencia de un abencerraja en aquellos momentos podía despertar en los españoles fundados temores. Y no era que Aben-Hamet retrocediese ante peligro alguno, sino que se estremecía a la idea de verse obligado alejarse para siempre de la hija de don Rodrigo.

Doña Blanca era vástago de una familia descendiente del Cid de Vivar y de Jimena, hija del Conde Gómez de Gormaz. La posteridad del vencedor de Valencia la Hermosa cayó, merced a la ingratitud de la corte de Castilla, en una extremada pobrez, y hasta se llegó a creer por espacio de algunos siglos, que se había extinguido: ¡tanta llegó a ser su inmerecida obscuridad! Pero en tiempo de la conquista de Granada, un último retoño de la alcurnia de los Vivar se hizo reconocer, menos en verdad por los títulos de su cuna, que por el brillo de su valor. Por todo esto, después de la expulsión de los infieles, Fernando otorgó al digno descendiente del Cid los bienes de muchas familias moras, y le hizo Duque de Santa Fe. El nuevo Duque fijó su residencia en Granada, y murió mozo aún, dejando ya casado a don Rodrigo, su hijo único, y padre de Blanca.

Doña Teresa de Jerez, esposa de don Rodrigo, dio a luz un hijo, que recibió al nacer el nombre, de Rodrigo, como todos sus ascendientes; pero diósele también el de Carlos, para distinguirlo de su padre. Los grandes acontecimientos que don Carlos tuvo a la vista desde su más tierna juventud, y los peligros de que se viera rodeado casi al salir de la infancia; contribuyeron poderosamente, a hacer más grave y rígido un carácter naturalmente inclinado a la austeridad. Contaba apenas catorce años don Carlos, cuando siguió a Cortés a Méjico, donde había sufrido todos los peligros y sido testigo de todos los horrores de tan maravillosa aventura, presenciando la calda del último rey de un mundo hasta entonces desconocido. Tres años después de tamaña catástrofe, don Carlos se había hallado en Europa en la batalla de Pavía, como para ver sucumbir el honor y el denuedo coronados, a los golpes de la contraria fortuna. La vista de un nuevo universo, los dilatados viajes por aun no recorridos mares, el espectáculo de grandes revoluciones y vicisitudes de la suerte, habían impresionado enérgicamente la imaginación religiosa y melancólica de don Carlos, que habiendo entrado en la orden de caballería de Calatrava, y renunciando al matrimonio a pesar de los ruegos de don Rodrigo, destinaba todos sus bienes a su hermana.

Blanca de Vivar, hermana única de don Carlos, y mucho más joven que él, era el ídolo de su padre, y habiendo perdido a su madre, había cumplido dieciocho años cuando Aben-Hamet se presentó en Granada. Todo era seducción en aquella mujer encantadora: su voz era embriagadora, su baile más leve que el céfiro; ora se complacía en guiar un carro, como Armida; ora volaba sobre el más veloz corcel de Andalucía, como las liadas fantásticas que se aparecían a Tristán y a Galaor en los bosques. Atenas la hubiera tomado por Aspasia, y París por Diana de Poitiers, que empezaba a brillar en la corte. Empero a los encantos de una francesa reunía las pasiones de una española, y su natural coquetería en nada destruía el aplomo, la constancia, la fuerza y la elevación de los sentimientos.

 
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Las aventuras del último abencerraje de Francois Auguste de Chateaubriand   Las aventuras del último abencerraje
de Francois Auguste de Chateaubriand

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